Huir de casa en mi propia fiesta de compromiso no estaba en mis planes. Tampoco lo estaba casarme con un hombre que me doblaba la edad y tenía oscuros secretos. Mi padre me dio un ultimátum: él o mi herencia. Yo elegí la fuga. Convertirme en repartidora de comida fue mi única salida. . . Hasta que una entrega me llevó directo a los brazos de Dalton Keeland, el soltero más temido y deseado del país. Me ofreció trabajo, y algo más bajo sus reglas... Debajo de las sábanas. Ahora, atrapada entre su mundo de poder y deseo, y el pasado que me persigue, solo tengo una elección: rendirme a él o liberarme.
Leer másDALTONHabía un placer casi perverso en observarla desde mi oficina, detrás de las persianas medio cerradas, con una taza de café en la mano que ya ni sentía entre los dedos.Lía Monclova. Mi asistente. Mi tortura.La mujer que, tal vez, solo tal vez, se había montado sobre mí en una noche de whisky, pecado y luces bajas. La que tenía una voz brutal, una destreza exquisita para bailar, un cuerpo de pecado, una belleza incomparable, y una inteligencia que te ca**gas.Era ella. Lía y la bailarina eran la misma persona, de eso estaba seguro. Así que, como buen capullo de mi**erda, había decidido jugar un rato con ella y hacerme el que no se dio cuenta.Y como buen CEO, lo haría de forma metódica, precisa, letal. Me sentía como si el diablo me hubiese poseído.— Señorita Monclova —. Dije por el intercomunicador—, venga a mi oficina, por favor—. Mi tono pudo haber sonado frío, pero las ganas de verla eran más calientes que un volcán en erupción.Unos segundos después, escuché sus pasos. Si
LÍA¿Dormiste bien? Sin duda era una pregunta noble, sin ningún tipo de malicia, más allá de saber cómo durmió una persona. Sin embargo, para mí significaba algo más que solo dormir mis ocho horas continuas.¿Me había reconocido finalmente? ¿Sabía que era la cantante del Sport Club? ¿Se acordaba de la noche loca que habíamos tenido? ¿¡Madre mía, cómo era en la cama? Tragué saliva.Me hice la santa inocente. Ja, como si eso me fuera a salvar de las consecuencias que tendría, porque no sabía si me había acostado con mi jefe o no. Tosí, me golpeé el pecho, y tomé el café como si eso pudiera borrar el calor que me subía por el cuello, como la serpiente de Adán y Eva.— ¿Perdón?— Que si dormiste bien hace tres días —. Repitió, pero esta vez con una curvita en la comisura de sus labios. Una sonrisa leve. Como quien lanza un anzuelo.— Sí, claro. Dormí como. . . ¿Una roca? Digo, como una vaca envenenada —. Mentira. Dormí como una virgen en película de terror: con un ojo abierto y el alma he
DALTONLlegar a la oficina y encontrarme con las dudas personificadas, era lo que Lía Monclova representaba para mí ¿Era ella la bailarina del Sport Bar? ¿Me la había tirado aquella noche? ¿Me había dicho jefe ca**pullo en mi cara?— Buenos días, Lía —. Dije con voz neutra, sin mirarla directamente, y pasé de largo como si ella no estuviera sentada ahí con esos malditos lentes de pasta que parecían de biblioteca. . . Pero qué, inexplicablemente, me daban ganas de arrancárselos con los dientes.Era como una especie de Clark Kent, pero en mujer. Si le quitaba esos malditos lentes, era probable que supiera si era o no aquella cantante que tanto alucinaba.Entré a mi oficina y cerré la puerta tras de mí. Me senté frente a la computadora, abrí el correo y no leí una sola pu**ta palabra.Mi cabeza estaba en el lobby. Más precisamente, en ella.La vi en su lugar. Vi sus labios resecos como si tuviera la boca igual de cruda que yo, su paso inseguro, la forma en que se quitó los lentes para fro
LÍALlegar a mi casa con una cruda, no solo porque me bebí el vino, el tequila, y todo lo que estuviera a mi paso, sino emocional también.El sol ya no pegaba directo en mi cara, pero mi cruda existencial seguía como si alguien me estuviera martillando el alma con un zapato de plataforma. Empujé la puerta oxidada de mi cuarto de azotea, ese que había llamado “hogar” desde que decidí mandarlo todo al carajo y empezar desde cero. Tenía goteras, humedad, y un ventilador que chillaba cada tres segundos, pero era mío. . . Bueno, era del señor que me lo rentaba, pero me había hecho de ese espacio dándole una renta mensual.Y por ahora, eso bastaba.Tiré la bolsa con el corsé mal doblado en el sofá improvisado, pateé mis zapatos a un rincón y me quedé quieta un segundo.— La moto. Jo**der. Dejé mi moto en el Sport Club —. Dije en voz alta, con tono de tragedia griega en su punto crítico—. Mi único patrimonio. Más le vale seguir ahí o me tiro por la azotea sin pensarlo.Resoplé. Me dolía la ca
LÍALa luz del sol me dio de lleno en la cara y mi cráneo latía como si hubiera hecho un pacto con el diablo y ahora me estuviera cobrando con tambores de guerra. Sentía que me iba a explotar en cualquier momento.Parecía que el astro rey me pegaba en la cara con una violencia pasiva-agresiva, algo así como diciendo, despierta, estúpida y mira lo que has hecho. Intenté girarme, pero un tirón en la espalda me hizo soltar un gemido.¿Dónde mierda estoy? Mi cama era más incómoda que esto ¿Qué había hecho durante la noche?Abrí los ojos a medias, intentando ser fuerte contra el dolor de cabeza que me estaba taladrando los sentidos. Cortinas blancas, sábanas de algodón egipcio (sabía que eran egipcias porque siempre fueron mis favoritas), un espejo con bordes dorados al otro lado de la habitación, una bandeja con fruta exótica sobre una mesa de cristal.Mi-er-da.Me incorporé de golpe, con los ojos bien abiertos, y mil preguntas en la punta de la lengua. Miré a mi alrededor y me llevé las
LÍAEl espejo del camerino estaba iluminado por las luces que lo adornaban a su alrededor. Mis manos temblaban un poco mientras ajustaba el corsé dorado contra mi cintura.— Respira, Lía, respira —. Me susurré a mí misma, tragando saliva mientras me miraba de frente, con los labios recién pintados de rojo y el delineado de ojos afilado como mi sarcasmo. Mis ojos tenían un aspecto gatuno y me habían esmerado en el maquillaje, ya que yo sería la cantante y bailarina principal.No era la primera vez que me subía a ese escenario. Pero esta noche había algo diferente. Quizá era el coraje que llevaba atravesado desde que Rodrigo Frías me confrontó. Prácticamente, me había dicho que no valía nada por ser una repartidora. El trago me supo amargo, porque mi papá siempre había pensado que mi lugar como mujer estaba en casarme con alguien rico que le conviniera a los negocios familiares. A pesar de mis ganas por aprender de la tecnología y los negocios, siempre me hizo menos por ser mujer.¿Qué p
LÍALas cosas con la rubia loca no estaban muy bien, que digamos. El mayor de mis problemas era que la lengua a veces se me iba diciendo cosas sin pensar.Sí, me dio la sensación de que se había tirado a alguien, o se lo seguía tirando, para permanecer en ese puesto y en ese trabajo. O sea, jo**der, solo tenía que pensarlo, no gritarlo. Pero ahí va la Lía sin pelos en la lengua a decir estupideces en voz alta.Si la mirada pudiera matar, yo estaría enterrada bajo tierra desde el momento en que el señor Keeland me dio la tarjeta de acceso total a su oficina. Había entrado a la sala de café del piso treinta y tres porque, sinceramente, necesitaba respirar, y ver si había un milagro para encontrar algún bocadillo que me quitara el hambre.Aún sentía la energía pesada de los cuchicheos, y por más que Dalton me hubiera defendido, no dejaban de mirarme como si fuera una bomba a punto de estallar. Sin embargo, entrar a la sala del café del piso treinta y tres fue un error, pues no esperaba ve
DALTONHabía sido un gran acierto enseñarle el laboratorio para que no se fuera tan fácilmente del trabajo. Había algo en esa chica que llamaba mucho mi atención. La observaba detenidamente cuando la vi posar los dedos sobre ese teclado como si acabara de tocar el piano de Dios, supe que la había atrapado.Me pregunté si la había visto antes en algún otro lado. No tenía maquillaje, su ropa era de esas tiendas de segunda mano, y su cabello lo había arreglado lo mejor posible. En pocas palabras, se veía como una mujer a la que la vida la estaba golpeando duro.Vi la sonrisa en su rostro y la mirada brillando ante una supercomputadora a través de sus lentes negros de pasta ¿Cómo luciría con ropa adecuada y un buen maquillaje? No pude evitar preguntarme. Y entonces se me vino a la mente la noche del show de cabaret. No entendí por qué estaba recordando esa noche.La bailarina.— ¿Un contrato? Siempre damos un contrato laboral, señorita Monclova —. Le sonreí sin perderla de vista. Ella me v
LÍAEl reloj marcaba las siete con cincuenta y ocho de la mañana cuando entré al edificio de Keeland Enterprise, con la cabeza en alto y el estómago lleno de nervios, pero no de comida. Mi desayuno había sido medio hot dog frío y una taza de café soluble. No importaba. Yo estaba aquí para demostrarme que podía brillar aunque viniera desde el mismísimo subsuelo.El guardia de la entrada me miró como si fuera un error en el sistema, pero escaneó mi pase y me dio una sonrisa forzada. No sabía si era por mi aspecto, que consistía en unos pantalones holgados de mezclilla, una chaqueta holgada deportiva en color negro con el logo de AC/DC. Mis lentes de pasta negra, y un moño mal amarrado sobre mi cabeza. No entendía el porqué me concentraba mejor estando así.— ¿Estás segura de que el señor Keeland te está esperando? —Alzó una ceja—. No tengo ningún registro o su nombre anotado en una lista.— Tan segura como que tú trabajas aquí, mi rey. Por supuesto que el señor Keeland me espera.El homb