DALTON
Mi día había empezado como un efecto dominó y todo empezó con el pu**to dedo chiquito cuando me pegué en una de las patas de la cama.
No estoy hablando de un golpe cualquiera, no. Me refiero a ese dolor maldito, ancestral, que te sacude el alma, te roba el aire y te hace cuestionarte si la vida realmente vale la pena.
— ¡Mierda! —Grité, pateando el marco de la cama otra vez, por pura estupidez, y sí, me lo chin**gué más.
Luego vino el tráfico. Una caravana infinita de idiotas pitando como si eso fuera a mover los autos. La aplicación del coche fallaba, Siri dejó de responderme, y para colmo, la radio decidió encenderse sola en una estación de reguetón.
¡Reguetón! A las siete de la mañana. Definitivamente, el universo quería joderme.
Cuando llegué a la oficina, ya tenía un humor de perros y ni siquiera había tomado café. Lo único que me esperaba era una sala llena de ejecutivos con cara de frustración y una pantalla proyectando errores en el nuevo módulo de predicción que llevábamos semanas desarrollando.
Mi concepto de mal día iba en aumento. Lo que me faltaba es que aún no podían resolver el problema que llevaban días intentando resolver. Por eso se había convocado esa reunión en la que todos echaríamos bola con tal de ver la solución.
—¿Y? —Pregunté, apenas crucé la puerta—. ¿Ya lo resolvieron?
Silencio.
Santa madre. Necesitaría tirarme a alguna chica para bajar mis niveles de estrés. No, en realidad solo un pu**to milagro podría hacerlo.
— Seguimos teniendo conflicto entre las variables del sistema de usuario, señor Keeland —. Dijo uno de mis jefes de desarrollo—. Creemos que es un error de lectura entre el back-end y la API.
— ¿Creen? —Alcé una ceja condenando a todos. Respiré hondo. Conté hasta cinco.
Tres ejecutivos tragaron saliva. Uno fingió revisar su tablet. Otro intentó hablar y se quedó en blanco.
Maravilloso.
Estaba ante una ola de ineptitud en mis empleados. Estaban en plan, vamos a hacernos los idio**tas a falta de ideas para dar solución.
— Convoca a todo el equipo. Ahora. Si vamos a perder tiempo, que sea con todos al mismo tiempo.
Estaba furioso, y para poco más del mediodía había recordado que tenía hambre, así que encargué una hamburguesa porque no tendría tiempo de ir a comer, y me antojaba algo grasoso y cargado para el estrés.
Llevaba va más de tres horas sentado frente a la pantalla, desde que había convocado a todos para resolver el asunto. Proyectamos el código. Estaban analizando cada función como si buscaran la cura del cáncer. Yo, en cambio, solo quería resultados.
Ya de por sí mi día era malo y solo un milagro podría salvarme de este calvario.
— ¿Alguien tiene una maldita idea que no sea “revisar el entorno de pruebas”? —Pregunté con la mandíbula apretada.
Llevábamos casi una hora discutiendo este problema. Ante la falta de respuestas, nadie habló, lo que me estaba provocando dolor de cabeza y unas tremendas ganas asesinas por colgar a todo mi personal para ver si eso era suficiente motivación.
Estaba por rodar cabezas cuando la puerta se abrió. No fue una entrada elegante. No fue una asistente. Fue una mujer con gorra, casco en mano, el cabello alborotado y una expresión de conejo hambriento, pues se tragó dos bocadillos en un solo bocado.
Lo que me faltaba. Que el personal del lobby dejara pasar a cualquier intruso. Eso me reventaba el hígado.
— ¿¡Quién demonios dejó la puerta abierta!? —. Rugí, harto de todo y de todos.
Ella se quedó congelada en la entrada con un bocadillo a medio comer en su boca.
…
¿Estoy soñando?
— ¿Quién eres tú? —le pregunté, sin mover un músculo.
Ella intentó tragar. La vi tragarse ese bocado como si fuera lava.
Cuando al fin habló, lo hizo con torpeza… pero algo en su voz me golpeó.
— Eh… reparto comida. Pedido. Dalton Keeland, señor —. Balbuceó, alzando la bolsa como si estuviera ofrendando paz a una tribu caníbal.
Sentí las sienes latirme. La sala entera se quedó callada. Una mujer en la esquina soltó una risita nerviosa. Otro tosió para disimular. Perfecto. Mi día tenía hambre de más ridiculez.
— Gracias por el show. Déjalo ahí. Y la próxima vez, pregunta antes de entrar en una sala llena de ejecutivos —. Dije, sin alzar la voz, pero con todo el filo que podía meterle.
Ella dejó la bolsa, en la mesa de los bocadillos, con las mejillas rojas. Se volteó para salir. Y justo cuando pensé que todo acabaría ahí, se volvió hacia nosotros. Por un momento la vi dudar, pero luego vi la determinación en unos ojos ámbar, preciosos.
— Perdón —. Dijo, deteniéndose. Su voz bajó el tono, pero no el impacto—. No quiero interrumpir más, pero. . . Esa línea. . . —señaló la pantalla—. Tienen una discrepancia entre nombres de variables. Usaron “ClientData” en la función, pero llaman “ClienteData” al declarar la constante. Nunca va a correr así.
Se me reseteó el sistema operativo.
¿Perdón?
Todos se giraron hacia la pantalla.
Uno de mis desarrolladores tecleó como si en ello se le fuera la vida. En realidad, se le iría el trabajo si no se aplicaba.
— Verificado —. Dijo sorprendido—. Tiene razón.
Mi ceja se levantó sola.
— ¿Y por qué carajos nadie lo vio antes?
Nadie contestó.
Ella iba a salir, pero giró de nuevo. Y soltó otra bomba.
— También creo que el modelo de predicción tiene un sesgo importante. Alimentan la IA con datos pre procesados. Pero sin ruido, sin entradas variables, solo va a repetir los mismos patrones que ustedes creen que son correctos.
¿Perdón otra vez?
— ¿Tú eres programadora? —Pregunté, más por impulso que por curiosidad.
— Soy repartidora de comida, señor —. Levantó su casco con una sonrisa casi triste—. Pero me gusta aprender sobre tecnología, y. . . Solo soy una aficionada —. Sonrió con vergüenza.
Había visto errores en la pantalla, y ella estaba entregando hamburguesas.
Me puse de pie. Caminé hacia ella. Sus ojos se clavaron en mí como si esperara una sentencia. Extendí la mano, tomé la bolsa. Sentí un cosquilleo en los dedos. No lo mostré.
— Gracias por la entrega. Puedes retirarte —. Ella asintió. Dio media vuelta. Y justo antes de que cruzara la puerta, solté la frase. No pude evitarlo—. Y la próxima vez toca la puerta correcta desde el principio.
No miró atrás, pero yo sí.
Y por alguna maldita razón no podía dejar de hacerlo.
LÍASaqué el bocadillo que me había logrado robar de la sala de juntas. El pan ya estaba un poco duro, pero a mí me supo a gloria. Si no estuviera tan jo**dida no lo habría tomado. Lo tenía escondido en el casco y ahora lo devoraba como si fuera caviar. Sentada en una jardinera afuera de Keeland Enterprise Company, mientras revisaba mi cuenta bancaria con el teléfono en una mano y el bocadillo en la otra.Treinta y siete dólares con veintiún centavos.Mi alma descendió al inframundo.— Gasolina o comida. No ambas —. Susurré, masticando con resignación. No sabía hasta cuándo volvería a comer. Era probable que haría entregas de madrugada con la esperanza de que alguien se quedara dormido y yo pudiera cenar feliz.Hice cuentas mentalmente. La moto necesitaba gasolina para que yo pudiera sobrevivir. Yo necesitaba sobrevivir y tenía que trabajar para eso, por lo que necesitaba mi moto con gasolina. Y mis sueños necesitaban un maldito milagro, y ese milagro empezaba por sacar el suficiente
LÍASentir la calidez de la mano de Dalton Keeland fue todo menos inadvertida. Era como una serpiente eléctrica que me recorrió la columna, al tiempo que nuestros ojos chocaron como dos estrellas haciendo todo un desastre.Su mano me sujetó del brazo con una fuerza medida, no era agresiva, pero tampoco era tierna. Era esa fuerza exacta con la que alguien detiene algo que no está listo para dejar ir, al menos así lo percibí. Me giré despacio, y lo vi.Dalton Keeland estaba tan cerca de mí, que podía ver el brillo de las luces reflejándose en sus ojos gris acero, fríos como el mármol, pero ardiendo. No sabía qué tipo de fuego llevaba en el interior, pero si de algo estaba segura, es que ese encuentro me había robado el aliento.— ¿Me vas a seguir toda la noche? —Pregunté, alzando la barbilla, como si no tuviera el corazón a mil ni las piernas de gelatina, porque su maldito olor gritaba “Te reto a que te olvides de mí.— Depende —. Respondió, con esa seguridad digna, de alguien que ha ten
LÍA¿Me había reconocido? Esa idea me estaba rondando por mi cabeza durante los siguientes cinco días luego de mi presentación en el Sensacional, el Sport Club, en el que había cubierto a mi compañera.La paga por cantar en ese lugar fue bastante buena, como para ponerle gasolina a la moto y poder pagar mi comida el resto de la semana, que consistía en una dotación de sopas instantáneas, huevos duros, y arroz precocido.Mi celular sonó y vi que se trataba de Durga, respondí de inmediato.— Durga, ¿cómo estás? —Le respondí casi de inmediato.— Hola, Lía, tal parece que a Selena se le complicó lo de su pie y le dijeron que tenía que tener reposo por un tiempo. Así que estaba pensando si la podrías cubrir, durante el tiempo que se recupere, en el show burlesque.— Por supuesto que sí —. Me tuve que contener las ganas locas que tenía por gritar, pero sí di saltitos de felicidad, porque jo**der, al menos un día a la semana, sería una diva.— Pues ya está, querida. Pasa mañana por el vestuar
LÍANo, no, no.No me jo**das universo. Sabía que volverlo a ver me produciría sensaciones que no debía sentir. Era como cuando mi ex mejor amiga, Natalia, consiguió tickets en asientos exclusivos para ir a ver a Lady Gaga. No, en realidad era mucho mejor. La emoción no sabía cómo describirla, porque odiaba sentir esas estúpidas mariposas en el estómago.Porque claro, solo a mí me pasan estas cosas. Ahí estaba entrando a su oficina con su traje que gritaba todas las mujeres se lanzan hacia mí. Y yo, con mi ropa de segunda mano gritando, soy pobre por elección y soy capaz de robarme otro bocadillo.Dalton Keeland, el hombre que podía mojar la tanga de cualquier mujer, incluyendo la mía. Tan malditamente hermoso, tan peligrosamente elegante, tan insultantemente perfecto.Era el típico hijo rico de alguna familia poderosa. Traje a medida, reloj que costaba más que mi riñón y el de todo mi patrimonio (que consistía en una moto vieja, un refrigerador destartalado, y mi computadora), y una m
LÍAMe crucé de brazos. El universo debía estar riéndose de mí a carcajadas mientras Dalton Keeland me veía con su cara de “consigo todo lo que quiero”. El atractivo hombre, tenía que reconocer que pertenecía al tipo, me moja la tanga con solo verlo, me miró fijamente a los ojos con ese aire de le di solución a tu maldito problema, ahora hablemos. Quería comprar mi tiempo.Mi maldito tiempo.— Señor Keeland, le agradezco la oferta, pero no pienso aceptar —. Dije con una sonrisa cordial en los labios, y la cabeza bien en alto—. Mi trabajo es mío y de nadie más. Tengo pedidos que entregar y es mi tiempo.Me vi rodeada por Jaime, el asistente personal más nervioso que había visto en mi vida, se me acercó como si fuera un ladrón a punto de asaltar un banco.— Señorita, el señor Keeland me ordenó que entregue sus pedidos. Por favor, pásenme la bolsa. En cuanto antes, entregue, es mejor para su calificación. . .Le di un manotazo al pobre Jaime, que intentaba quitarme la bolsa de mis hombr
LÍATrabajo.Algo que estaba buscando con desesperación y me había forjado a no morir de hambre desde que mi papá me había cerrado todas las puertas del país, para obligarme a regresar y casarme con el hombre que él había elegido para mí por el bien de sus negocios. Solo de pensarlo me daban escalofríos.Sin embargo, aquí estaba terminando mi jornada como repartidora, mirando al señor Keeland con la misma calma con la que una mujer pobre mira un anillo de diamantes en una vitrina. Hermoso, brillante, pero no mío. Y sobre todo no necesario.— ¿Trabajar contigo? —Repetí, saboreando las palabras como quien prueba un veneno dulce— ¿Estás bromeando?Arrugué la frente porque no sabía cuáles eran las intenciones.— Estoy hablando muy en serio —. Me miró a los ojos y no supe qué decir.— No entiendo, ¿por qué me estás ofreciendo trabajo? Digo, soy una simple repartidora y no dudo que tu empresa esté llena de aspirantes genios que quieran trabajar contigo.Yo había perdido toda la esperanza y m
LÍAEl reloj marcaba las siete con cincuenta y ocho de la mañana cuando entré al edificio de Keeland Enterprise, con la cabeza en alto y el estómago lleno de nervios, pero no de comida. Mi desayuno había sido medio hot dog frío y una taza de café soluble. No importaba. Yo estaba aquí para demostrarme que podía brillar aunque viniera desde el mismísimo subsuelo.El guardia de la entrada me miró como si fuera un error en el sistema, pero escaneó mi pase y me dio una sonrisa forzada. No sabía si era por mi aspecto, que consistía en unos pantalones holgados de mezclilla, una chaqueta holgada deportiva en color negro con el logo de AC/DC. Mis lentes de pasta negra, y un moño mal amarrado sobre mi cabeza. No entendía el porqué me concentraba mejor estando así.— ¿Estás segura de que el señor Keeland te está esperando? —Alzó una ceja—. No tengo ningún registro o su nombre anotado en una lista.— Tan segura como que tú trabajas aquí, mi rey. Por supuesto que el señor Keeland me espera.El homb
DALTONHabía sido un gran acierto enseñarle el laboratorio para que no se fuera tan fácilmente del trabajo. Había algo en esa chica que llamaba mucho mi atención. La observaba detenidamente cuando la vi posar los dedos sobre ese teclado como si acabara de tocar el piano de Dios, supe que la había atrapado.Me pregunté si la había visto antes en algún otro lado. No tenía maquillaje, su ropa era de esas tiendas de segunda mano, y su cabello lo había arreglado lo mejor posible. En pocas palabras, se veía como una mujer a la que la vida la estaba golpeando duro.Vi la sonrisa en su rostro y la mirada brillando ante una supercomputadora a través de sus lentes negros de pasta ¿Cómo luciría con ropa adecuada y un buen maquillaje? No pude evitar preguntarme. Y entonces se me vino a la mente la noche del show de cabaret. No entendí por qué estaba recordando esa noche.La bailarina.— ¿Un contrato? Siempre damos un contrato laboral, señorita Monclova —. Le sonreí sin perderla de vista. Ella me v