LÍA
Trabajo.
Algo que estaba buscando con desesperación y me había forjado a no morir de hambre desde que mi papá me había cerrado todas las puertas del país, para obligarme a regresar y casarme con el hombre que él había elegido para mí por el bien de sus negocios. Solo de pensarlo me daban escalofríos.
Sin embargo, aquí estaba terminando mi jornada como repartidora, mirando al señor Keeland con la misma calma con la que una mujer pobre mira un anillo de diamantes en una vitrina. Hermoso, brillante, pero no mío. Y sobre todo no necesario.
— ¿Trabajar contigo? —Repetí, saboreando las palabras como quien prueba un veneno dulce— ¿Estás bromeando?
Arrugué la frente porque no sabía cuáles eran las intenciones.
— Estoy hablando muy en serio —. Me miró a los ojos y no supe qué decir.
— No entiendo, ¿por qué me estás ofreciendo trabajo? Digo, soy una simple repartidora y no dudo que tu empresa esté llena de aspirantes genios que quieran trabajar contigo.
Yo había perdido toda la esperanza y m