LÍA
El sol de la tarde caía como un abrazo dorado sobre la finca que habíamos elegido para nuestra boda. Todo parecía respirar un aire de cuento: las bugambilias trepaban por los arcos de madera, las guirnaldas de luces se mecían con la brisa y el cielo, teñido de tonos durazno y lila, parecía pintado a mano solo para nosotros. Cada rincón guardaba un suspiro de promesa.
Me miré en el espejo de la pequeña habitación donde me vestía y, por un instante, sentí que el reflejo no era solo mío: era la imagen de cada lágrima que había derramado, de cada cicatriz que me trajo hasta aquí. El encaje de mi vestido caía como una cascada de luna, ligero y perfecto, como si cada puntada hubiese sido tejida para este momento que tanto había soñado.
El corazón me latía con tanta fuerza que el pulso retumbaba en mis muñecas; la piel me ardía de emoción. No era nerviosismo: era una ilusión tan pura que me quemaba desde adentro. En mi mente solo existía una imagen: Dalton esperándome en el altar. Pensar