El coche se detuvo ante una fachada de ladrillo claro con ventanas altas y contraventanas negras. No era un restaurante en el sentido habitual: no había letrero, ni música que escapara por la puerta, ni olor a ajo desde la cocina. Era una casa privada con personal discreto, y eso le dijo a María más que cualquier nombre caro en una guía. A Carlo le gustaban los lugares donde el menú no se negociaba y las entradas no se anunciaban.
Un mayordomo los condujo por un pasillo pulcro, madera encerada y cuadros anónimos colgados simétricamente, hasta una estancia amplia donde aguardaban tres hombres. Mesa redonda, mantel de lino, plata vieja. Había luz de tarde entrando en diagonal por una cristalera que daba a un jardín. Los tres se levantaron a la vez, no por cortesía, sino porque Carlo había entrado.
—Señores —dijo él, con esa calma que ocupaba el espacio—. Les presento a mi esposa, María.
No dijo “mi nueva esposa”, ni “mi reciente esposa”. Dijo “mi esposa”, como si la palabra llevara déca