El portón se cerró detrás del coche con un golpe sordo que a María le pareció una sentencia. No habló en el trayecto desde la verja hasta la entrada; caminó sin mirar a nadie, sin esperar órdenes, sin oírlas siquiera.
Una parte de ella había quedado allí, arrojada en aquel piso, escuchando los disparos y las consecuencias de unas cortas palabras que ella no pensó que tuvieran tanto peso.
Había muerto gente.
Por su culpa.
Por ella.
Cruzó el vestíbulo con el abrigo aún sobre los hombros y subió las escaleras como si el pasamanos le quemara las manos.
Temblaba. No había podido dejar de temblar ni una sola vez.
Empujó la puerta del baño, encendió la luz y dejó caer el abrigo en el suelo. La silueta del espejo le mostró algo que le dio miedo, a otra mujer: camisa pegada en lugares donde el sudor había secado, falda manchada de polvo, el rímel corrido en un rastro que no recordaba haberse tocado. Abrió la ducha, giró al máximo hacia el frío y se metió sin desnudarse, como si con haber