El jueves por la tarde, el portón se abrió, el coche entró y la casa recuperó su pulso habitual.
Carlo había estado fuera dos días. Regresó con la misma energía de siempre, pero con algo extra: una fila de bolsas colgando de los brazos de dos asistentes y del chofer. No eran tres ni cinco. Eran más de diez, todas de marcas que María solo había visto en escaparates o en editoriales: La Perla, Max Mara, Dior, Roland Mouret, Loro Piana, Jimmy Choo, Saint Laurent. Cajas largas, fundas de vestido, sobres planos con el peso inconfundible de la seda.
María estaba en el salón, sin maquillaje, el pelo recogido a medias con un lápiz, leyendo un catálogo antiguo de restauraciones. Alzó la vista cuando la procesión cruzó el vestíbulo y dejó las bolsas como si fueran trofeos. Carlo entró detrás, traje oscuro, corbata aflojada. Se detuvo a mirarla. Ese segundo bastó para que a ella se le acelerara el pulso, aunque no lo mostró.
—Arriba —dijo él—. Quiero que te pruebes algunas cosas.
—¿Algunas? —mir