Clara Romero, una exitosa escritora de romance en Madrid, se enfrenta a una frustrante sequía creativa. Su última novela carece de la pasión que la define, una chispa que, comprende, solo hallará si la vive. Convencida por su agente, Sofía García, de buscar inspiración fuera de su burbuja, Clara acepta un puesto temporal como asistente personal. Su nuevo y "perfecto" material de estudio es Marcos Soler, el enigmático y temido director de una prestigiosa editorial madrileña. Marcos, con su carácter gélido y su reputación de "jefe odioso", es la antítesis de todo lo que Clara representa. Lo que comienza como una meticulosa "investigación literaria" para su novela se transforma en un vibrante choque de personalidades, lleno de humor y sarcasmo. Entre tareas exigentes y roces constantes, Clara empieza a vislumbrar las grietas en la armadura de Marcos: una profunda soledad y la huella de un doloroso pasado. La tensión entre ellos se intensifica, revelando una innegable química y momentos inesperados de drama y pasión que superan la ficción. ¿Podrá Marcos, confiar en el amor de la impredecible escritora?
Leer másEl cursor parpadeaba. Siempre parpadeaba. Una pequeña daga luminosa que se clavaba una y otra vez en la vastedad blanquecina de la pantalla. Para Clara Romero, aquel diminuto guion vertical se había convertido en un torturador implacable, un recordatorio constante de su fracaso más reciente.
Llevaba horas, incontables horas, días, sumergida en aquella parálisis creativa, con la mente tan seca como la llanura castellana en pleno agosto. Las tazas de café, ya frías, con un cerco oscuro y pegajoso en el fondo, formaban una muralla alrededor de su laptop sobre el escritorio de su apartamento, en la vibrante calle de Fuencarral, con vistas a un Madrid que no dormía. Aquel santuario, su refugio, se sentía ahora como la antesala de un juicio final. El título provisional de su nueva novela —un encargo audaz, un romance que prometía quemar las páginas, por el que la editorial había desembolsado un adelanto generoso — flotaba en el aire de la habitación como un fantasma burlón. Se suponía que sería su obra maestra, el pináculo de su carrera en el género. Pero lo que tenía ante sus ojos no era más que una colección de frases huecas, descripciones correctas, sí, pero sin alma, personajes que se movían por inercia en una trama sin pulso. La pasión. Esa era la palabra que la perseguía, la acusación silenciosa en cada línea que intentaba forzar, la falta abismal que convertía sus frases en papel mojado. Su novela, se dijo con una punzada de amargura, carecía de ella. Y lo que era peor, ella misma, Clara Romero, la célebre escritora de romances que hacían suspirar a miles de lectoras, sentía que su propia vida carecía de esa misma fuerza. Fuera, más allá del balcón que se asomaba a la bulliciosa arteria de Malasaña, los sonidos de Madrid se filtraban por la ventana abierta como una orquesta caótica pero vibrante. Era una sinfonía de vida, un contraste brutal con el desierto que sentía en su interior. Se levantó de golpe, la silla de madera chirrió sobre el parqué antiguo, y cruzó la pequeña sala con las manos en las caderas, observando su propio caos creativo: cuadernos abiertos al azar, con garabatos ilegibles, hojas arrugadas que habían terminado su corta vida como proyectos fallidos, bolígrafos desparramados como restos de una batalla perdida. Su vida, la de Clara, la mujer real más allá de la pluma, era cómoda, sí. Agradable. Incluso, a su modo, feliz. Pero la pasión que escribía, la que devoraba a sus personajes, los amores arrebatadores, los conflictos que los consumían y los elevaban… eso no lo había vivido. Sus relaciones habían sido serenas, racionales, cómodas. Nada de vértigo. Nada de locura. Nada que la lanzara a un precipicio emocional desde el que pudiera, luego, describir el infierno o el cielo con la autoridad de la experiencia. Era una ironía cruel. Era una impostora de la emoción. Justo entonces, como si la hubiera invocado con la intensidad de sus pensamientos, la pantalla del móvil, que descansaba en el borde del escritorio, se iluminó, el nombre de Sofía parpadeando con urgencia. Clara dudó un instante, el corazón dándole un vuelco. Sabía lo que venía. Aquel correo electrónico con las diez páginas del manuscrito que había enviado la noche anterior. Un preámbulo. Presionó el botón verde, el aliento contenido, preparándose para el impacto. —¿Sí? —dijo, intentando que su voz sonara más ligera de lo que se sentía. —¿Clara? ¿Ya despertaste o sigues en la nebulosa literaria de los sueños imposibles? —La voz de Sofía, siempre efervescente, sonó un poco más contenida de lo habitual. —Despertando a la cruda realidad de una página en blanco que me odia. ¿Supongo que ya viste lo que te mandé anoche? —La pregunta le salió con un deje de resignación. —Sí, lo vi. Lo leí. Tres veces, para ser justa. Y… —Sofía hizo una pausa dramática, tan larga que Clara apretó los puños, la tensión física le subía por los brazos —... es perfecto. Tu prosa, tu estilo, la elegancia narrativa, la construcción de las frases… todo eso sigue impecable. Clara sintió un rayo de esperanza que se abrió paso entre las nubes de su frustración. —Entonces… ¿qué pasó? ¿Dónde está el pero? Escúpelo ya, Sofía, por el amor de Dios. —El "qué pasó" es que no pasa nada. —Es bonito. Es correcto. Es impecable. Pero no me hace llorar, no me hace reír a carcajadas, no me hace querer arrancar la página y tirarla por la ventana con rabia. No me provoca taquicardia. ¿Dónde está la pasión que nos prometiste? ¿Dónde está el fuego, mi niña? Clara cerró los ojos, la crítica le resonaba en los oídos como un eco doloroso. —Estoy bloqueada, Sofía. No encuentro la forma de… de meterle fuego. No sé cómo darle esa intensidad, esa vida, que pides. —No estás bloqueada para escribir, Clara. Estás bloqueada para sentir. Para vivir. La voz de Sofía se suavizó, pero la firmeza se mantuvo, inquebrantable —Llevo años diciéndote esto. Te encanta tu rutina, tu café perfecto, tus libros, tus cenas tranquilas, tu zona de confort. Pero para esta novela, para esta pasión, necesitas salir de tu burbuja. Necesitas vivir. Experimentar. No leer sobre ello. —¿Y cómo se "vive la pasión" por encargo, Sofía? —Clara soltó una risa amarga, que sonó hueca en la soledad de su apartamento—. ¿Me apunto a un curso de flamenco clandestino? ¿Me lanzo a los brazos del primer desconocido guapo que vea bajo el Templo de Debod al anochecer? ¿Me visto de rojo y me lanzo a una aventura peligrosa en el Rastro? Sofía soltó una carcajada ruidosa . —¡No seas dramática! Aunque lo del flamenco… no es mala idea. No me refiero a que te busques un romance de culebrón mañana mismo. Me refiero a que te expongas a la vida de otra manera. Sal de tu zona de confort, Clara. Mira el mundo desde otra perspectiva. Quizás así, la chispa llegue sola. La verdadera, la que quema hasta los huesos y deja cicatrices. —Mira —continuó Sofía, su voz ahora más seria — Estoy pensando en una inmersión. Algo radical. Un trabajo temporal. Algo que no tenga nada que ver con tus libros, con tu burbuja de escritora. Algo que te obligue a lidiar con gente real, problemas reales. Un baño de realidad que te sacuda hasta los huesos. ¿Qué dices? ¿Te atreves? Un trabajo. ¿Ella? ¿Clara Romero, la escritora? ¿En qué? ¿Una panadería en La Latina? ¿Una tienda de ropa en Fuencarral? La idea era ridícula. Absurda. —No es una broma, Clara. Tómatelo como una expedición etnográfica para tu novela. Una investigación de campo en toda regla. Observa. Escucha. Y, quién sabe, quizás encuentres tu "pasión". O al menos el material para ella. El material que te queme. Que te cambie.Los días que siguieron a la agotadora prueba en la Editorial Soler se arrastraron para Clara Romero con una lentitud exasperante, casi dolorosa. Cada tic-tac del reloj en la pared de su estudio resonaba con la cadencia monótona de una gota que, incesante, perforaba una piedra. Se había dicho a sí misma, una y otra vez, que la experiencia, más allá del resultado, ya era material valioso, una mina de oro para su novela. Pero la verdad, la cruda verdad que admitía solo en la intimidad de sus pensamientos más honestos, era que esperaba el veredicto con una mezcla de ansiedad que le revolvía el estómago y una curiosidad que la carcomía por dentro, una llama incesante.Se encontró revisando compulsivamente los portales de noticias del sector editorial, buscando alguna mención de la Editorial Soler, de Marcos Soler. Nada. El mundo editorial madrileño seguía su curso, ajeno a su pequeña odisea personal. Intentó retomar su manuscrito, esa novela de pasión que la había empujado a este dispara
Los días que siguieron a la agotadora prueba en la Editorial Soler se arrastraron para Clara Romero con una lentitud exasperante, casi dolorosa. Cada tic-tac del reloj en la pared de su estudio resonaba con la cadencia monótona de una gota que, incesante, perforaba una piedra. Se había dicho a sí misma, una y otra vez, que la experiencia, más allá del resultado, ya era material valioso, una mina de oro para su novela. Pero la verdad, la cruda verdad que admitía solo en la intimidad de sus pensamientos más honestos, era que esperaba el veredicto con una mezcla de ansiedad que le revolvía el estómago y una curiosidad que la carcomía por dentro, una llama incesante.Se encontró revisando compulsivamente los portales de noticias del sector editorial, buscando alguna mención de la Editorial Soler, de Marcos Soler. Nada. El mundo editorial madrileño seguía su curso, ajeno a su pequeña odisea personal. Intentó retomar su manuscrito, esa novela de pasión que la había empujado a este dispara
—Adelante, señorita Romero —dijo Marcos, su voz era profunda, con un acento madrileño sutil pero marcado, que le daba un toque de autoridad innegable. No se movió. No le ofreció la mano. No la invitó a acercarse.Clara cruzó el umbral, sintiendo el peso de su mirada en cada paso. Se acercó al escritorio y se detuvo frente a él, mientras Elena cerraba la puerta con un suave y definitivo clic que resonó en el silencio.—Tome asiento —indicó Marcos, señalando la silla de diseño frente a su escritorio con un gesto casi imperceptible de su mano, un movimiento que, de tan mínimo, resultaba imperioso.Clara se sentó, intentando mantener la espalda recta, los hombros hacia atrás y las manos apoyadas en su regazo, una postura que le parecía ridícula pero necesaria. La tensión en la habitación era casi palpable, una energía fría y opresiva que emanaba directamente de Marcos.—Su currículum —dijo él, deslizando un folio blanco sobre la superficie pulcra de su escritorio. Lo miró sin interés, sin
Un mostrador de recepción de ébano y cromo dominaba el centro, y detrás de él, una mujer de unos treinta y tantos años, con un impecable traje gris perla y el cabello rubio ceniza recogido en un moño bajo, levantó la vista al verla. Sus ojos, de un glacial azul claro, escanearon a Clara de arriba abajo, sin una pizca de calidez, solo profesionalidad. Una mirada que ella conocía bien, la de la evaluación silenciosa.—Buenos días —dijo Clara, sintiendo que su voz sonaba demasiado suave.—Buenos días —respondió la mujer, sin un atisbo de sonrisa, su voz tan pulcra como su peinado — ¿Tenía cita?—Sí, Clara Romero. Para la entrevista de asistente personal con el señor Soler.La mujer consultó una pantalla con movimientos ágiles de sus dedos, el tecleo seco resonando en el silencio impoluto. —Ah, sí. La señorita Romero. Pase, por favor. Es el octavo piso. Doña Elena Prieto la espera.Clara asintió, agradecida por el nombre de la secretaria de Marcos. Al menos ya tenía un personaje nuevo qu
Clara colgó el teléfono, la conversación aún resonando en sus oídos. Ahora estaba cargado con la audaz propuesta de Sofía, una idea que, aunque al principio le había parecido disparatada y hasta humillante, comenzaba a germinar en su mente con una extraña y creciente fascinación. Se levantó del sillón con una energía renovada, casi febril. Se acercó a su laptop, pero esta vez no abrió el documento de su novela. En cambio, con los dedos volando sobre el teclado, navegó por portales de empleo, una actividad que no realizaba desde hacía más de una década, desde sus primeros trabajos como correctora de estilo antes de dedicarse por completo a la escritura. Buscaba algo específico, aunque no sabía qué. Algo que la sacudiera, que la obligara a interactuar, que la pusiera a prueba de una manera completamente nueva. No quería un trabajo cualquiera; quería uno que le proporcionara material, un estudio de campo que la empujara a sus límites. Necesitaba un personaje que la desafiara, un co
El cursor parpadeaba. Siempre parpadeaba. Una pequeña daga luminosa que se clavaba una y otra vez en la vastedad blanquecina de la pantalla. Para Clara Romero, aquel diminuto guion vertical se había convertido en un torturador implacable, un recordatorio constante de su fracaso más reciente. Llevaba horas, incontables horas, días, sumergida en aquella parálisis creativa, con la mente tan seca como la llanura castellana en pleno agosto. Las tazas de café, ya frías, con un cerco oscuro y pegajoso en el fondo, formaban una muralla alrededor de su laptop sobre el escritorio de su apartamento, en la vibrante calle de Fuencarral, con vistas a un Madrid que no dormía. Aquel santuario, su refugio, se sentía ahora como la antesala de un juicio final.El título provisional de su nueva novela —un encargo audaz, un romance que prometía quemar las páginas, por el que la editorial había desembolsado un adelanto generoso — flotaba en el aire de la habitación como un fantasma burlón. Se suponía que
Último capítulo