El prólogo que Clara redactó era ingenioso, audaz, convirtiendo la calamidad en una pieza de coleccionista. Marcos lo leyó, y por primera vez, Clara vio una genuina sorpresa en su rostro.
-Esto... -dijo él, levantando la vista. Sus ojos brillaron con algo parecido a la admiración.
-Es bueno. Muy bueno. Usted es... inusual, señorita Romero.
Esa noche, cuando Clara salió de la Editorial Soler, el cansancio era inmenso, pero también la euforia. La crisis había sido el catalizador.
Había visto a Marcos Soler en su elemento, un líder implacable y, por un instante, un hombre que compartía pizza y curiosidad por los héroes complejos.
La pasión que buscaba, la de los amores que quemaban, no era solo una fantasía literaria. Era real. Estaba allí, en las horas tardías, en los diálogos inesperados, en la mirada de un halcón que empezaba a mostrar sus alas. Y ella estaba lista para escribirla.
Las semanas que siguieron a la crisis editorial se fundieron en un torbellino de café amargo y adrena