La luz tenue del amanecer se filtraba por las ventanillas del jet privado, tiñendo de dorado el interior del avión.
El murmullo constante de los motores era casi hipnótico.
Valentín dormía profundamente, con la cabeza apoyada sobre el pecho de Alma.
Ella, sin moverse, pasaba suavemente los dedos por su barba incipiente, sintiendo el vaivén del vuelo y la calidez del cuerpo ajeno.
Tenía el rostro sereno, como un niño que por fin había encontrado un momento de paz.
Alma lo observó en silencio, y una punzada de contradicción le atravesó el pecho.
¿Cómo podía alguien tan peligroso verse tan inocente en su regazo? Sintió una mezcla inexplicable de ternura y culpa, como si aquel instante dulce fuese una traición a todo lo que había jurado no hacer.
Su mano tembló ligeramente al acariciarle la barba, y por un segundo, deseó no ser ella. Deseó, simplemente, poder quedarse allí, en el vaivén de aquel vuelo, como si el mundo real no existiera, sin embargo, ese momento era un crimen en su corazó