El regreso de Valentín a la casa de Coconut Grove fue mucho más complicado de lo que había anticipado.
Aunque finalmente había sido liberado bajo fianza, las condiciones de su libertad eran barrotes invisibles, reportes obligatorios, rutas autorizadas, un brazalete que rozaba el tobillo como un recordatorio constante de que el mundo aún no le pertenecía.
No podía salir del estado, no podía relacionarse con figuras importantes y, lo más importante, no podía poner en peligro a Alma.
Para alguien como él, acostumbrado a moverse con poder y autoridad, esa falta de movimiento era una forma de tortura silenciosa.
Pasaría horas encerrado en el estudio de la casa, como ese día, el primero de muchos, con el aire cargado de papel y madera vieja, con mapas extendidos sobre la mesa y recortes impresos que marcaban territorios perdidos, rutas de contrabando que ahora llevaban el sello de los Lazarte y de los nuevos invitados, los albaneses.
Con un lápiz iba y venía, rodeando puertos, anotando nombr