Los días que siguieron a la advertencia de Isabela fueron una cuerda tensa que nadie se atrevía a cortar.
La calma esa piel fina que recubría la casa de Coconut Grove no era más que una pintura barata sobre un muro cuarteado.
Alma y Valentín lo sabían.
Cada minuto parecía un preludio, y cualquier vibración del aire podía ser el golpe de gracia.
Desde que llegaron a la mansión, el ambiente había cambiado. La casa, que antes ofrecía un refugio de madera encerada y luces cálidas, ahora parecía respirarle en la nuca a cualquiera que cruzara el vestíbulo.
Las cortinas ya no eran tela, eran párpados.
Las esquinas no eran sombras, eran oídos. La tensión se podía tocar, como una humedad pegada a las paredes.
Alma se movía con cautela aprendida, pasos medidos, mirada que barría el entorno como un faro; cada gesto era planeado para no llamar la atención ni siquiera de las propias cosas. Su barriga, que crecía día a día, añadía un pulso distinto a la casa, una presencia que pedía futuro.
Le dolía