La madrugada había caído sobre Miami como un manto de sombras, fría y silenciosa. El cielo, todavía sin la primera hebra de luz, era un vidrio oscuro atravesado por el zumbido de algún avión lejano. Alma, ahora bajo la identidad de Lucia Bellini, avanzaba midiendo cada paso, como si el suelo pudiera delatarla.
Se obligaba a respirar de manera regular, a no voltear más de lo necesario, a no permitir que el miedo le alterara el ritmo.
Su cabello rubio recién teñido, recogido en una coleta baja, le rozaba la nuca húmeda por el calor; la ropa, sencilla, sin marcas, sin colores que llamaran la atención; el acento italiano, más acentuado, aprendido a base de repetirse frases en susurros mientras estuvo fuera del país, ahora le salía casi automático por si tenía que decir una palabra.
A pesar de la calidez de Miami, sentía que caminaba sobre un campo de espejos rotos, cada gesto reflejado podían usarlo en su contra. El aire nocturno, espeso y salino, se pegaba a la piel con una terquedad