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Capítulo 30. Desnudándonos el alma

Me quedé ahí, tragando la realidad como si tuviera esquinas filosas. Ella se recostó en la silla, mirando un punto inexistente entre su copa y la vela.

—Lo siento —dije al fin. No por lástima. Por respeto.

Sus ojos volvieron a los míos, analíticos, desconfiados, como si intentaran decidir si mi disculpa era genuina o una simple postura cortés. Y ahí estaba yo, completamente expuesto, esperando ser evaluado.

—No quiero tu lástima, Leandro —respondió con una voz que arañaba la piel.

—Y yo no quiero sentirla —contesté—. No por ti.

Ese “por ti” lo dije casi sin querer. Como si mi lengua ya se hubiera rendido a la causa perdida de ser honesto con ella.

Ginevra ladeó apenas la cabeza. Algo en su mirada se ablandó… muy poco, pero lo suficiente para que yo pudiera respirar de nuevo.

—Está bien —dijo, y tomó otro sorbo, como si sellara un pacto—. Te toca.

Fruncí el ceño.

—¿A mí?

Asintió, apoyando el codo en la mesa y la barbilla en la mano, completamente atenta. Nunca un público había sido tan
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