Capítulo 29. Sábado que no llega nunca
El resto de la semana se convirtió en una tortura lenta, una especie de purgatorio diseñado exclusivamente para mí. Cada día pasaba a la velocidad de un glaciar derritiéndose en invierno y, aun así, mi cuerpo respondía a su presencia como si todo fuera urgente. Maldito organismo traicionero.
Ginevra estaba igual que siempre. Esa era la parte más irritante. Esa serenidad en su forma de caminar, esa sonrisa que apenas insinuaba que estaba pensando en algo… o en alguien. Y yo, con mi promesa grabada en el pecho como una sentencia: cenar el sábado. Hablar. Y luego… bueno, el infierno estaba garantizado, de una forma u otra.
Intenté concentrarme en mi trabajo. De verdad lo intenté. Pero bastaba que ella se acercara a dejarme un informe o murmurara un sencillo “¿podrías revisar esto?” para que mi cerebro decidiera abandonar la civilización y convertirme en un volcán de ansiedad hormonada.
Encima, ella parecía divertirse manteniendo todo perfectamente profesional. Ni un roce innecesario. Ni