006 Una mujer divorciada

Mía Yailes sostenía el teléfono contra su oreja, y las lágrimas rodaban por sus mejillas tras la triste noticia del aborto espontáneo de su hermana.

Fue trasladada de emergencia en la madrugada por una hemorragia vaginal. Para cuando llegó al hospital público, el bebé en su vientre de cinco meses ya había perdido la vida.

—Iré para allá enseguida —le informó al marido de su hermana.

Rafael le respondió un seco “gracias”. Mía no podía ofenderse por eso. Su cuñado se encontraba sumido en el dolor por la pérdida de su hijo, y a eso se sumaban las complicaciones médicas de su esposa.

—Yo puedo llevarte sin problema —eso no fue una sugerencia; Tomás agarró su chaqueta del perchero.

—No es necesario —Mía no quería causar molestias.

—Lo es para mí —dijo él, y le extendió la mano para ayudarla a ponerse de pie.

Mía vaciló, expulsó el aire retenido en sus pulmones, lo pensó durante unos segundos y terminó por acceder. A fin de cuentas, ir con Tomás le ahorraría mucho tiempo. Trasladarse en transporte público hasta el otro lado de la ciudad era un completo lío.

El camino transcurrió en silencio. Mía miró a Tomás de reojo. Sin querer, el recuerdo de su última plática antes de que él se fuera a trabajar a otro país y separaran sus caminos por un largo rato se filtró en su cabeza.

Tomás se había hincado y se aferró a sus piernas. Le dijo con voz rota que ella jamás lograría ser feliz con un hombre tan egoísta y cruel como Adriel Salazar. Que lo eligiera. Que lo amara a él.

La balanza, en ese momento, se inclinó a favor de Adriel. Porque sí, él era un hombre mil veces más malo y millones de veces más cruel de lo que Tomás podía imaginar.

—Hemos llegado —le dijo Tomás con una sonrisa cálida.

Parpadeó. Esa simple oración la hizo volver al presente. Asintió con la cabeza. Él salió del asiento del conductor y se apresuró a ayudarla a bajar del auto.

Ella aceptó su mano. Entonces sus ojos se fijaron en su muñeca, justo debajo de la correa del reloj de pulsera. Tomás llevaba un tatuaje. No identificó si eran letras chinas o tal vez árabes.

—¿Te hiciste un tatuaje? —preguntó por inercia.

Tomás se cubrió el antebrazo con la otra mano. La expresión serena en su rostro se desdibujó por completo, reemplazada por una seriedad absoluta. Ella sintió ese cambio como cuando a alguien se le destapa un secreto oscuro.

—Es una larga historia. Después puedo contártela. Ahora tu hermana te necesita —fingió una sonrisa y desvió la cara.

Mía iba a dar un paso en dirección a la entrada del hospital, pero un mareo la hizo tambalearse. De no ser por los buenos reflejos de Tomás, habría caído.

Al sentirse mejor, él la guió hasta la sala de espera. Ahí se encontró con un rostro familiar: una mujer de estatura baja, cabello teñido de castaño, maltratado y atado en una media coleta.

—¡No puedo creer que estés aquí! —exclamó la mujer. Su mirada se desvió de Mía, su sobrina, al rostro de Tomás.

—Tía Katy, buenas tardes —Mía se aferró a su bastón sin sostenerle la mirada a la hermana mayor de su madre.

—No hay nada bueno, jovencita —puso ambas manos en sus caderas—. Tu hermana ha sufrido un aborto. Tu madre está desesperada por hipotecar su casa, y a ti se te ocurre pasearte con tu exnovio. Ni siquiera ha pasado un año desde tu divorcio.

Mía apretó los labios. Esa mujer sí que era una metiche.

—No entiendo —respondió, en un intento de desviar el tema, de dejar en claro que no buscaba su opinión ni su aprobación en sus asuntos.

Avanzó, y el golpeteo de su bastón contra el suelo fue lo único que se escuchó por unos segundos.

Katy torció los labios.

—Tu exmarido ha echado a mi hermana a la calle. Y todo por caprichos tuyos.

—Esos no son temas que le conciernan. Y estamos en un hospital. Por favor, sea prudente —se le quebró la voz por el coraje.

—Aquí la prudente debiste ser tú, ¡desvergonzada! ¿Crees que la familia no sabe por qué te divorciaste?

Mía apretó el bastón.

—Eso son cosas personales…

—No pudiste aguantarte. Tenías que hacer de las tuyas. Ahora, por tu culpa, mi hermana lucha por pagar las cuentas. Tu hermana está en este hospital barato. —La mujer avanzaba un paso hacia su sobrina con cada oración.

Mía contuvo el aliento. Sabía lo grosera y arrebatada que era su tía. Si a esa señora se le antojaba, sería capaz de abofetearla ahí mismo, delante de toda la gente.

—Solo quiero ver a mi hermana —dijo sin mirarla.

—Estás a tiempo de recapacitar —Katy ignoró sus palabras—. Puedes ir y rogarle a ese hombre adinerado que pague las cuentas. Que todo sea como antes.

Mía negó con la cabeza.

—Por favor, deje de opinar sobre mi vida. Eso no es algo que le incumba —le dijo. Escuchó a sus espaldas el cuchicheo de los presentes.

—Mía, mírate, hija —el ceño de la mujer se alisó—. Ve tu condición. Ahora, además de coja, eres una mujer divorciada. ¿Quién va a querer tener algo serio con una persona así?

Mía apretó la mandíbula. La cara le ardía de vergüenza y enojo. Iba a dar media vuelta para irse de ahí, pero por poco pisa en falso. El corazón le latía con violencia.

—Puede dejar de ser irrespetuosa —Tomás se posicionó frente a Mía, un escudo contra su malvada tía.

Ella comenzó a escuchar la discusión lejana, más lejana, hasta que lo siguiente que vieron sus ojos fue oscuridad. Se había desmayado.

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