003 Secuelas

—Después de leer el acuerdo, y dado que la señorita Yailes no pide absolutamente nada, y que no hay más involucrados, es momento de pasar a la firma —anunció el abogado.

Mía sostuvo la pluma entre sus dedos. La muñeca le dolía. Se había cambiado las vendas antes de entrar al juzgado.

Cuando fue el turno de Adriel, él sí se tomó su tiempo. Leyó cláusula por cláusula, hasta que no le quedó más remedio que firmar. Un escalofrío le subió por la nuca, pero fingió que todo le valía mierd*.

El pálido rostro de la mujer le vino a la mente.

—Si así es como me libero de ti, esto es lo que quiero —su voz tembló, pero su mirada, aunque hinchada, mostraba una firmeza devastadora.

En ese instante, admitió que tenía miedo, tenía miedo de perderla para siempre.

Si esa mujer, por la que había entregado hasta su alma, lo había traicionado en su propia casa y prefería la muerte antes que seguir casada un día más con él, entonces ya no quería nada.

Su vida sería la misma.

Hasta mejor: se desharía de esos familiares parásitos de Mía.

Volvería a ser el de siempre.

El que nunca se equivocó al decir que el amor era una mierd*.

Cerró los ojos, respiró hondo y, al abrirlos de nuevo, su frialdad habitual había regresado.

—Listo —pronunció sin mirarla. Luego se puso de pie.

Mía fijó su vista en él. Ahí terminaba su historia de Cenicienta. Su prisión resplandeciente.

Mía tragó duro. El bullicio tenue de la oficina se mezcló con el sonido seco de los zapatos caros de Adriel.

«Se acabó», pensó con un vacío abismal en el pecho.

El abogado le ofreció un pañuelo desechable a Mía. Ella lo aceptó y lo sostuvo entre los dedos unos segundos. Se limpió las lágrimas. Se incorporó con ayuda del bastón. Se despidió del abogado y se marchó.

...

Adriel cerró la puerta del coche de golpe, y se aferró con fuerza al volante. Su mirada se fijó en la carretera hasta que vio a Mía, apoyada en su bastón, subirse a un taxi.

Arrancó el motor y siguió al coche por la autopista, repasando mentalmente los últimos cinco años, impulsado por una rabia abrasadora.

Apretó los dientes, y su mirada se oscureció.

—Esto no va a acabar así... —murmuró, frunciendo el ceño. En un semáforo en rojo, sacó el móvil.

«Vigilancia total a Mía Yailes. Informe diario. Que no se entere.».

El semáforo se puso en verde, y en cuanto empezó a arrancar, un choque lo sacó violentamente de la carretera.

Se aferró al volante. El caos lo envolvió. El coche terminó incrustado contra la pared de una propiedad privada.

(…)

Mía observó los árboles, los locales y a las personas desde la ventana del taxi.

El conductor le avisó que habían llegado.

Solo llevaba una bolsa de mano con tres cambios de ropa. Las mismas que usaba antes de casarse.

La época en que era florista. Cuando los cobradores tocaban la puerta tres veces al día.

Cuando el dolor de columna la doblaba, pero no podía detenerse porque no había dinero para operarse.

Los días en que comía una sola vez porque no vendía nada.

La época en que lo conoció.

Cuando Adriel la trataba como a un perro callejero.

—Llegaron—dijo Juliana. Se acercó y la abrazó.

La casa de una amiga era su única opción. Su madre no vivía en el país. El divorcio le había costado la pensión que Adriel “amablemente” le otorgaba.

Ambas eran de baja estatura, pero Juliana aún lograba sacarle una cabeza.

—¿Perdón?

—¿Vienes sola? —Juliana giró la cabeza en busca de Tomás, su hermano mayor, que le dijo que iría por Mía, que ella no tenía nada de qué preocuparse.

—Sí, ¿por qué?

—Tomás iría por ti.

—¿Tomás? No sabía que había regresado al país —Mía se encogió de hombros, la historia con el hermano de su amiga era otro drama de telenovela que su mente cansada se rehusaba a recordar.

—Tal vez se perdió —Juliana fingió que le restó importancia. Una parte de ella sabía que Tomás guardaba ese sentimiento de amor-obsesión por su amiga y tal vez por eso se arrepintió a última hora de recogerla.

La joven de cabello negro y ojos cafés —que cubría con lentes de contacto verdes— la condujo hasta la sala, donde la pintura blanca goteaba por las paredes.

Mía soltó todo. La impotencia. El miedo. El dolor. La incertidumbre.

—Todo pasa por algo —murmuró Juliana mientras le acariciaba el hombro. La frase sonaba trillada, pero ¿qué más podía decirse?

Mía se dejó caer en el sofá. Su cuerpo pesaba. Fragmentos de alma luchaban por juntarse.

Juliana respetó el silencio. Le dio espacio. Tiempo. Ese día Mía había firmado su divorcio.

No supo si pasaron diez minutos o una hora cuando su celular vibró.

Una. Dos. Tres veces. A la cuarta, respondió.

—¿Diga? —dijo con voz apagada.

—Señora Salazar, mi nombre es Regina Campos. Le llamo desde el Hospital del Pacífico. Su esposo se encuentra internado. Hemos intentado contactar a otros familiares, pero nadie responde. Una señorita nos indicó que están fuera del país. Requerimos su presencia. Es urgente.

—¿Qué? ¿Qué ocurrió? ¿Adriel...? ¿Está bien? —la voz le tembló. El estómago se le revolvió.

—Sufrió un accidente automovilístico. Necesitamos que venga cuanto antes.

—¿El hospital del sur de la calle Balcones?

—Ese mismo, señora.

—V-voy enseguida —respondió, con la voz rota. Se levantó de golpe. La cadera le reclamó.

Juliana se acercó al ver su rostro.

—¿Qué pasa?

—Adriel está en el hospital. Debo ir.

—Cariño, él ya no es tu esposo —le recordó y le sujetó la mano. ¿Para qué preocuparse por alguien que ya no formaba parte de su vida?

—Es urgente. Un accidente —dijo. La imagen del rostro de Adriel bañado en sangre le nubló la razón. Sus piernas mutiladas. Sus gritos. Todo se le vino encima. Pensó en su propio accidente.

—Tengo que ir.

Juliana suspiró, derrotada. A ella también empezaba a faltarle el aire.

—Vamos.

En el hospital, le explicaron todo. Una camioneta lo había embestido.

El impacto lo lanzó contra una barda.

El golpe en la cabeza fue devastador.

—No podemos garantizar que no existan secuelas —le advirtió el médico.

Las posibilidades iban desde quedar en estado vegetal, perder la movilidad de las piernas… hasta alguna lesión más leve que requeriría terapia física de por vida.

La vista de Mía se nubló. Su mundo se quebró en mil pedazos.

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