Mundo ficciónIniciar sesiónEn medio del enorme cuarto de hospital se encontraba Adriel Salazar. Su rostro todavía se veía magullado, pese a que ya había pasado una semana desde su accidente.
El aparato que monitoreaba sus signos vitales se mezclaba con la respiración del médico. Hace dos horas había logrado abrir los ojos por unos segundos y después cayó en la inconsciencia. El doctor pidió la presencia urgente de su esposa. Su familia cercana estaba de viaje, y la madre del paciente padecía del corazón. Una noticia así de fuerte sería sinónimo de un paro fulminante. Transcurrieron veinte minutos desde que le administraron Zolpidem, un medicamento aplicado a través de la sonda. Si todo salía bien, lo haría volver en sí poco a poco. El médico miró su reloj y volvió a enfocarse en el paciente. Mía contuvo el aliento. Pasaron otros quince minutos, y los dedos de Adriel se movieron. —Señor Salazar —el médico, expectante, pronunció su nombre. Adriel abrió lentamente los ojos. Sus párpados pesaban, y su mirada vidriosa se perdió en la nada. —Señor Salazar —volvió a llamarlo el doctor. —¿D-don… de es-estoy? —preguntó con voz débil y rasposa. El pulso de Mía se aceleró. De forma casi instintiva, se levantó de su asiento con la mano empuñada en su bastón. Adriel giró la cabeza, y con dificultad distinguió la silueta de su mujer. —E-stas aquí —logró pronunciar. Aunque luchó por mantener los ojos abiertos, la inconsciencia lo alcanzó. El doctor habló con la enfermera y le indicó que, en sus anotaciones, escribiera que el paciente pudo reconocer a su esposa, articuló algunas palabras con dificultad y logró formar oraciones sencillas. … Tres horas después, con la habitación iluminada por una luz tenue, Adriel Salazar volvió a abrir los ojos. Esta vez sobresaltado, con la angustia reflejada en el ceño fruncido. —Tranquilo, señor Salazar —la enfermera encendió la luz y apagó la lámpara—. Usted está en el hospital del Pacífico. Mi nombre es Rocío Verdún. Soy la enfermera contratada por su hermana, la señorita Stephanie. El ceño de Adriel se frunció más. —Mía —pronunció como si un hierro caliente se alojara en su garganta—. M-mi esposa. La enfermera se mordió los labios. No supo qué explicación dar. Adriel apretó el puño, impotente por no poder decir todo lo que deseaba. Se sentía aturdido, adolorido y profundamente molesto. Esa noche, el médico le recetó unos calmantes. En los días siguientes, el doctor evaluó las condiciones en las que había quedado la motricidad del paciente. Presentaba dificultad para expresar oraciones largas, aunque mostraba avances notables cada día. Caminar le resultaba complicado, pero nada que una rehabilitación motriz no pudiera solucionar. Lo más alarmante era la amnesia retrógrada. Le preguntaron la fecha exacta, y Adriel respondió que no sabía el día, pero que probablemente era mayo o junio de 2017. Un año y pico de recuerdos se habían borrado. —¿Dónde… está mi esposa? —preguntó Adriel Salazar por milésima vez. El doctor anotó en su libreta que el paciente tenía muy presente el recuerdo de su mujer. —La contactamos, y dijo que a las cuatro en punto estaría aquí —revisó su reloj con gesto serio. —¿Mi madre? —Está de viaje en Brasil. ¿Recuerda el nombre de su madre? ¿Y de su hermana? —Ana y Stephanie —respondió, y arqueó una ceja al percibir que el doctor le hablaba como si fuera un retrasado. … El reloj marcó las cuatro en punto. Mía, insegura de haber ido hasta allí, tocó la puerta de la habitación 145 del hospital del Pacífico. Una voz femenina del otro lado le dio el pase. Entró, incómoda, con el deseo de dar media vuelta y no volver a estar a menos de cinco metros de ese hombre. —Mía —Adriel acarició cada letra de su nombre. Casi tres semanas habían transcurrido desde que despertó. Solo la vio el primer día durante unos minutos y luego ella desapareció. Eso no era propio de Mía. Ella lo amaba. —Adriel —pronunciar su nombre le dejó un sabor amargo en la boca. —Buenas tardes, señora Salazar —la enfermera inclinó la cabeza en señal de respeto. —No soy la señora Salazar —corrigió, avanzando tres pasos más dentro del cuarto—. Solo llámame Mía. El rostro de Adriel mostró una mueca de confusión, que luego se tornó en molestia. —¿Qué significa eso? —exigió una explicación—. No me vienes a ver —cerró los ojos, los abrió de nuevo y prosiguió—, y luego dices esas cosas. —Adriel, el médico me explicó tu condición —aspiró aire con violencia por la nariz—. Lo siento mucho, pero no estoy dispuesta a “esto”. No he venido, y no vendré más, porque hemos puesto fin a nuestra relación. Él abrió los ojos desmesuradamente. —Si esto es una broma, no tiene gracia —dijo, desconcertado. Toda su atención se centró en el rostro de su mujer. —No es ninguna broma. Nosotros firmamos un acuerdo de divorcio. —Todo eso lo habló previamente con el doctor, y él le dijo que, dada su pronta recuperación, podía darle la noticia. Claro, con prudencia. Adriel se quedó sin palabras. Tenía el recuerdo fresco de su luna de miel, del primer brindis después de casarse frente a sus conocidos, su familia y sus socios. ¿Qué clase de pesadilla estúpida era esa? La puerta del cuarto se abrió de forma sorpresiva, y una figura masculina entró. Un hombre alto, de cabello oscuro, ojos cafés y mandíbula cuadrada. —Hola, disculpen mi entrada tan informal.






