005 Mucha información

—Mía, surgió una emergencia. No me gustaría dejarte aquí ni que volvieras sola a casa. ¿Ya terminaste tus pendientes? —dijo Tomás, y usó todo su autocontrol para no reírse del idiota encamado.

Adriel ardió en ira. Mía acababa de decirle que estaban divorciados, y ahora entraba ese pobretón, expretendiente fracasado de mierd*, a insinuar que vivían juntos. Todo su cuerpo se calentó. Quiso levantarse y exigir el respeto que merecía. Era imposible que Mía lo hubiera cambiado por ese imbécil, eso debía ser una malentendido.

Un dolor punzante, más agudo que cualquier molestia física, le atravesó el pecho. 

—¿Él? —logró decir Adriel, con la voz cargada de un desprecio . Sus ojos, ahora lúcidos y afilados, se clavaron en Mía. Ignoró por completo a Tomás, como si fuera una bolsa de basura en esa habitación—. ¿T-terminas conmigo para volver con esto? ¿E-es una broma?

Tomás dio un paso al frente, con una sonrisa condescendiente en los labios.

—Oye, no es personal. Son cosas que pasan, amigo —un dejo de burla se filtró en su mirada.

—¡Cállate! —rugió Adriel con una fuerza que le dañó la garganta. Se aferró a las sábanas; los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo. Su mirada no se despegó de Mía. Buscó en sus ojos una rendija, una mentira, algo que le demostrara que todo era una pesadilla—. Mía. Mírame y dime que es mentira. Dime que no has tirado todo lo que tuvimos por... —ni siquiera tenía idea de qué los llevó a separarse.

Mía sostuvo su mirada, pero Adriel, que la conocía mejor que a nadie, notó el titubeo, la sombra de dolor que cruzó sus ojos antes de que el muro volviera a levantarse.

—Por lo que haya sido, ya no importa, Adriel —su frialdad le heló la sangre—. Fueron decisiones. Tuyas y mías. Y no estoy con Tomás. Mi vida personal no es tu asunto.

Cada palabra fue un martillazo en su cabeza. “Decisiones”. ¿Qué había hecho? ¿Qué ocurrió en ese año que su cerebro se negaba a recordar?

—Señor Salazar, necesita calmarse —intervino la enfermera, preocupada. Los monitores emitían pitidos cada vez más frecuentes.

Tomás puso una mano en el brazo de Mía.

—Vámonos. Ya hiciste lo que te correspondía —le dijo en voz suave.

Mía asintió y dio media vuelta sin mirar atrás. Justo al salir del cuarto un mareo la hizo tambalearse, de no ser por Tomás habría caído al suelo.

Mientras tanto, para Adriel era una imagen dolorosa, algo que lo desgarraba por dentro: su esposa se alejaba de él, guiada por otro hombre, mientras él yacía atrapado en una cama, prisionero de una mente que le robó su propia vida.

—Mía —la llamó, pero esta vez su voz salió como un susurro quebrado. La rabia dio paso a la desesperación.

Adriel se dejó caer contra las almohadas, con la respiración entrecortada. El mundo que conocía se esfumó. Ya no sentía el dolor del cuerpo, solo el vacío insondable que quedó en su pecho.

Cerró los ojos, y por primera vez desde que despertó, no luchó contra la inconsciencia. La deseó. Porque en la oscuridad, al menos, Mía todavía era suya.

Lo único que quería saber era qué pasó entre ellos. ¿Qué llevó a Mía a mirarlo con tal desprecio?

(…)

Una semana después, su hermana lo visitó. Stephanie llevaba el cabello corto, muy diferente al look que él recordaba. Con permiso del médico, le contó de a poco los acontecimientos que ocurrieron durante su hueco mental.

Adriel la escuchó con paciencia. Stephanie le soltaba datos sin importancia: que adoptó un gato, que su madre organizó una venta de pasteles por causas benéficas. Basura que no le interesaba.

—¿Por qué me separé de Mía?

La pregunta tomó por sorpresa a Stephanie.

—¿Firmaron el divorcio? —de verdad lucía sorprendida.

Él entrecerró los ojos.

—¿Por qué?

Ella se acomodó un mechón de cabello oscuro detrás de la oreja. Tragó saliva con dificultad.

—Es mucha información. El doctor advirtió que no debíamos saturarte.

—¿En serio? Me dices cosas estúpidas que no me aportan nada, y ahora lo importante resulta ser “demasiada información”.

Stephanie puso los ojos en blanco. De no ser por la bata de hospital que llevaba su hermano, ni siquiera creería que tuvo un accidente. Seguía igual de aterrador y mandón.

—Bueno... —no pudo sostenerle la mirada—. Verás, ella... ustedes...

—Habla —la sien le punzaba. Odiaba estar internado y amnésico.

—No sé mucho del asunto. Bueno, tú la encontraste con un tipo —aspiró aire antes de continuar—. En la sala de tu casa.

—¿Qué? —Adriel se sujetó la cabeza. El dolor aumentaba.

—Es mejor que descanses.

—Me acabas de decir que mi esposa me fue infiel y ahora quieres que descanse. Cuéntame —le exigió mientras la presión en su sien se intensificaba.

—Es lo único que supe —mintió.

—¿Sí? —dijo él, y apretó el botón para llamar a la enfermera—. Pues no lo creo.

Adriel no sabía qué había pasado con exactitud. Su cabeza —mejor dicho, su cerebro— era un rompecabezas al que le faltaban demasiadas piezas.

Tal vez era que el recuerdo del día de su boda seguía tan fresco que podía jurar que aún sentía las caricias de su mujer sobre la piel. Pero no se creía eso. Mía sería incapaz de serle infiel. Incapaz de meter a un tipo en su casa. Él la conocía.

Entonces tenía que llegar a recordar todo lo que en verdad ocurrió. Necesitaba saciar sus dudas.

Mía era su mujer, su maldito delirio. Le costó tanto hacer que eso funcionara que resultaba absurdo saber que la había perdido, que la soltó. Esa vocecita en su cabeza le exigía volver a tenerla a su lado.

Así como en el pasado, no importaba qué métodos empleara.

Mía era suya. Y no importaba si ella se resistía: volvería a estar con él.

Y sabría la verdad sobre esa supuesta infidelidad. Y si algo así sucedió, el susodicho tendría que estar tres metros bajo tierra.

El dolor se volvió insoportable.

—¿Me ha llamado, señor Salazar?

—Me duele mucho la cabeza. Deme algo para el dolor —le exigió, con la seguridad de quien sabe a la perfección su estatus y su poder.

—Enseguida —respondió la mujer.

Stephanie no apartó la vista de él. No importaba si estaba en una sola pieza o acababa de salir de la convalecencia, su hermano era un tipo de verdadero cuidado. Recordó las fotos del carro destrozado en el que tuvo el accidente. Adriel era tan maldito y cruel que hasta burló a la muerte.

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