Mundo ficciónIniciar sesiónDurante los tres días siguientes, Adriel pareció desvanecerse en el aire.
La mansión estaba inquietantemente silenciosa. Hasta que ese noche, Adriel, por primera vez en su vida, regresó a casa del brazo de una hermosa mujer. Tenía el cabello oscuro y los ojos marrones, y su figura se acurrucaba firmemente en sus brazos. Sus curvas bien formadas y sus caderas anchas y torneadas se insinuaban tenuemente bajo su ajustado vestido. Mía se despertó al oír risas y pasos vacilantes que venían del pasillo. Se levantó y abrió la puerta para ver a su esposo abajo, tirando con ternura de la cremallera del vestido de una desconocida, cuyos pechos generosos quedaban completamente al descubierto. Sintió un vuelco en el corazón. Instintivamente, golpeó con fuerza el marco de la puerta con su bastón, produciendo un golpe seco y resonante. La mano del hombre se detuvo, pero no se apartó. —¿Quién? ¿Qué es esto? —La mujer fingió pánico, cubriéndose el pecho con las manos, pero su mirada desafiante se dirigió hacia la sombra tras la rendija de la puerta. —Ignórala —dijo Adriel con voz deliberadamente lánguida, la elevó para asegurarse de que cada palabra se oyera claramente tras la puerta—. Es solo mi decepcionante esposa discapacitada. La mujer se acurrucó obedientemente en sus brazos, y dejó escapar una risa coqueta. Las manos de Adriel continuaron con sus movimientos anteriores, pero todos sus sentidos estaban tensos. Esperaba... esperaba a que la puerta se abriera de golpe, esperaba que ese maldito bastón cayera con fuerza, esperaba los gritos histéricos de Mía. Eso al menos demostraría que aún le importaba, que aún podía hacerle daño. Sin embargo, no sucedió nada. La sombra tras la puerta se desvaneció silenciosamente, y dejó solo el suave sonido de la puerta al cerrarse. Solo la respiración afectada de la mujer y la respiración cada vez más agitada de Adrian permanecieron en la sala. Un fuego indefinible surgió de repente en su interior, uno que consumía todo su interés. —¡Basta! —Empujó bruscamente a la mujer, con voz gélida. La mujer lo miró incrédula. —¿Adriel? Nosotros solo… —Lárgate —Ni siquiera la miró, sacó un fajo de billetes de su cartera y se lo arrojó—. Ahora —La mujer se marchó cabizbaja, y el salón volvió a quedar en silencio. Adriel se sentó solo en el sofá, mirando fijamente la puerta. Apretó los dientes y estrelló su copa de vino contra el suelo. Se giró bruscamente, subió corriendo las escaleras y empezó a golpear frenéticamente la puerta de Mia. —¡Abre la puerta! ¡Mía! ¡Sé que estás ahí! El silencio reinó en el interior. —¿Crees que escondiéndote se va a solucionar todo? —gruñó, con los ojos inyectados en sangre—. ¡Siempre serás mi esposa! ¡Mientras no te suelte, te quedarás aquí atrapada hasta que mueras, viéndome traer de vuelta a una mujer tras otra! ¿Me oyes? ¡Ábrela ahora! —ordenó, enfadado. —¡Vete a la mierd*! —gritó ella desde dentro de la habitación. El hombre se masajeó la barbilla con una mano. Sus fosas nasales se ensancharon. Luego, irritado, rebuscó en un armario cercano, encontró la llave maestra y abrió la puerta. —¿Por qué te vas sin mi permiso? —exigió con voz grave y amenazante. —¡Vete de aquí! —Mía ocultó el rostro entre la cobija. No quería que la viera llorar. Ese idiota no merecía una sola lágrima. Adriel avanzó al interior y de un tirón le quitó la sábana. —¿Qué te pasa? —preguntó con burla—. ¿Soy el único que te puede ver coger con tu amante? Eso no es justo, mi amor. Ahora párate y mira cómo me follo a esa mujer. Mía le aventó el cojín en la cara. —¡Vete a la mierd*! No te quiero ver. No te soporto. No aguanto tu presencia. Preferiría estar muerta que a tu lado. —Pues muere —dijo él, y la agarró de la muñeca con voz gélida—. Esa es la única manera en que te vas a deshacer de mí. La tiró sobre la cama, cerró la puerta de golpe y se marchó. En el salón, Adriel se desplomó solo en el sillón. Ese maldito sillón. Justo el lugar donde un bastardo se folló a su mujer. —Yo soy más que ese idiota. Me pudro en dinero, puedo tener a la mujer que quiera. Ese no se compara conmigo... —siseó con los ojos enrojecidos y los puños apretados—... Pero ¿POR QUÉ? El alcohol, el dolor y las grietas invisibles en su corazón lo hicieron quedarse dormido. Dos horas después, el grito de una empleada lo despertó. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. —¿Qué…? —no alcanzó a formular la pregunta. Los labios de la chica temblaban. Tomó una gran bocanada de aire antes de gritar: —¡La... la señora se ha cortado su muñeca!






