El amanecer en las Tierras Oscuras no tenía la calidez dorada de otras regiones. Aquí, la luz llegaba como un velo gris entre la bruma, suave y silenciosa, como si no quisiera perturbar los secretos del lugar. Aeryn se puso de pie con serenidad, el cuerpo aún templado por el último baño de luna. El barro de las runas ya se había desvanecido, pero su poder seguía grabado en su interior.
Había pasado dos semanas aprendiendo de las brujas: rituales antiguos, palabras que abrían puertas invisibles, técnicas de sanación y manipulación de la energía lunar. Pero, sobre todo, había aprendido que su poder no era una maldición... sino un don con propósito.
“Eres el fuego que decide si arder o purificar”, le había dicho Nyrga la más viejas, mientras le tejía una capa oscura adornada con pequeñas piedras lunares. Esa misma capa era la que ahora se ceñía sobre sus hombros.
Valzrum y Sareth la esperaban al pie de la colina. Habían respetado su tiempo de aislamiento, sabiendo que los lazos con el