Los tambores comenzaron a sonar.
Lentos. Rítmicos. Antiguos.
Como el latido mismo de la tierra bajo sus pies. Un cuerno largo y grave retumbó desde la Torre del Alba, anunciando lo que el pueblo ya sabía: la oscuridad había terminado.
Lobrenhart estaba de fiesta.
Banderas danzaban en las alturas. El fuego purificador aún chispeaba en los bordes de la plaza del juicio, pero ahora era cálido, celebratorio. Las familias se apiñaban en círculos, los niños se alzaban sobre los hombros de sus padres, y los ancianos de la manada, por primera vez en años, sonreían con esperanza.
Kaelrik se abrió paso hasta el centro del círculo de piedra, golpeando su lanza contra el suelo con tres toques firmes.
—¡Que se abran los caminos! —proclamó con orgullo—. Hoy, la manada no solo honra a sus líderes… ¡hoy da la bienvenida a sus herederos!
El pueblo estalló en vítores. Se abrió un pasillo entre la multitud, y entonces ellas aparecieron.
Nerysa, soberbia como una Reina del Lobo, con la túnica ceremonial