Había pasado una semana desde que Nyrea cayera en suspensión tras el ritual de defensa. Su cuerpo reposaba, inmóvil pero vibrante, en el santuario central de la Torre de la Llama. Desde afuera, una energía tibia flotaba en el aire, como si la respiración del fuego durmiera con ella.
Darién apenas se había separado de su lado, y cuando lo hacía, era solo para atender reuniones urgentes con Valzrum y el resto de la guardia. Lobrenhart vivía en alerta total. Las murallas se reforzaban con hechizos antiguos y se habían cerrado todas las rutas de acceso no vigiladas. En cada esquina, un guerrero permanecía despierto, atento a cualquier perturbación.
Durante esos días, el rumor del “Fuego Salvaje” se expandió como veneno.
—Dicen que la loba de fuego ha perdido el control —susurraban algunos comerciantes, temerosos—. Que arrasa aldeas por donde pasa y marca a los suyos con fuego maldito...
Pero pronto llegaron los desmentidos. Desde el norte, caravanas traían otra historia. En aldeas