La bruja de lobos.
La bruja de lobos.
Por: Chriss Valladares
Prólogo.

Hay hilos invisibles que nos unen a ciertos lugares antes siquiera de respirar. Aileen Carter lo supo desde que abrió los ojos por primera vez... aunque tardaría años en comprenderlo.

La tarde que Aileen Carter nació, el cielo de Seattle estaba cubierto por nubes suaves y grises, como si el mundo entero contuviera el aliento, lloviznaba levemente, y en la sala de partos, el reloj marcaba las 4:07 p.m. cuando su llanto rompió el silencio. Tenía los ojos muy abiertos, el cabello oscuro como la tinta y las manos apretadas en pequeños puños, cinco minutos después, nació Gabriel, su mellizo. A diferencia de ella, Gabriel no lloró de inmediato, su respiración llegó lenta, serena, como si supiera que su hermana ya había allanado el camino.

Fueron dos niños muy deseados, Antoni Carter, su padre, no dejaba de mirar a los pequeños con asombro; un hombre de negocios exitoso que se dedicaba al rubro inmobiliario en Washington, acostumbrado a firmar contratos y vender sueños. Pero nada, ni el mejor trato de su carrera, le había provocado ese temblor en el pecho como ver a sus hijos por primera vez. Rebeca, su madre, era gerente de una reconocida tienda de diseño y decoración, perfeccionista, elegante y decidida,había planeado cada detalle del nacimiento y, sin embargo, no pudo evitar derramar lágrimas cuando los sostuvo por primera vez.

Los primeros años de Aileen y Gabriel fueron de absoluta armonía, crecieron en una casa amplia con ventanales enormes, donde la luz del sol entraba cada mañana y donde las carcajadas de ambos niños rebotaban contra las paredes como campanas de felicidad. Dormían en cunas separadas, pero más de una vez Antoni o Rebeca los encontraba en la misma, acurrucados el uno contra el otro, como si el mundo fuera demasiado grande y solo ellos dos supieran cómo enfrentarlo.

La conexión entre los mellizos era especial, había algo en sus miradas que lo decía todo sin palabras, una complicidad silenciosa que se fortalecía con el tiempo. Inventaban idiomas secretos, se escondían juntos en los armarios para reír sin que nadie los encontrara, y cuando uno enfermaba, el otro parecía entenderlo de forma instintiva, sentándose a su lado, tomando su mano, sin necesidad de preguntar nada.

Antoni solía decir que eran como dos mitades de un mismo corazón, Rebeca asentía, aunque en el fondo, comenzaba a sentir que Gabriel era demasiado como Antoni, y Aileen demasiado parecida a ella misma, esa idea, en un principio, le parecía enternecedora, hasta que dejó de serlo.

Cuando los mellizos cumplieron diez años, el equilibrio familiar comenzó a desmoronarse.

Todo empezó con miradas largas, silencios incómodos entre los padres, y discusiones apagadas tras las puertas del dormitorio, Rebeca, cada vez más distante, comenzó a acusar a Antoni de ser infiel. Alegaba que salía demasiado, que tenía reuniones hasta muy tarde, que no contestaba el teléfono con la rapidez de antes, pero nunca presentó pruebas, eran palabras lanzadas con rabia, con sospecha, con una herida que quizá no tenía nada que ver con su esposo.

Antoni intentó calmarla, insistió una y otra vez en que no había nadie más, que su compromiso con la familia seguía intacto, pero Rebeca no escuchaba, había algo roto en su interior que la hacía desconfiar de todo, incluso de sí misma.

Las peleas se hicieron constantes, ya no se molestaban en disimular frente a los niños, Gabriel se encerraba en su cuarto y ponía música en sus audífonos para no escuchar los gritos, Aileen, en cambio, se quedaba sentada en la escalera, abrazando sus rodillas, con el rostro oculto tras su cabello castaño, a veces lloraba en silencio, a veces solo cerraba los ojos y deseaba que todo se detuviera.

Finalmente, el divorcio fue inevitable, rápido, práctico, casi quirúrgico, lo que más impactó a todos no fue la separación en sí, sino la decisión del juez: los mellizos serían separados, Gabriel viviría con Antoni en Washington, Aileen se quedaría con Rebeca.

— Es lo mejor para todos. — dijo alguien en la sala del tribunal.

Aileen no lo creyó, Gabriel tampoco.

Despedirse de su hermano fue como perder una parte de sí misma, lo abrazó con fuerza en la estación de trenes y aunque ninguno de los dos lloró frente a los adultos, esa noche, en sus camas separadas por cientos de kilómetros, ambos lloraron hasta quedarse dormidos.

Los años pasaron con lentitud, la conexión con Gabriel se mantuvo viva a través de cartas, llamadas y sueños compartidos, Aileen se volvió más reservada, más observadora, como si hubiese aprendido a vivir a medias. Su madre, aunque presente físicamente, parecía una sombra de lo que había sido, su abuela que iba a visitarlas por largas temporadas, se convirtió en su verdadero pilar: le enseñó a leer los signos del clima, a reconocer plantas medicinales, a escuchar los sonidos del bosque, aunque fuera en un parque cercano.

Rebeca, incapaz de enfrentar su vida en Seattle, decidió mudarse con Aileen a su pueblo natal: Blackwood. Un lugar perdido entre montañas, cubierto por bosques espesos y cielos perpetuamente nublados, allí vivía Eleonor, la madre de Rebeca, una mujer de voz pausada, mirada aguda y sabiduría antigua, había criado sola a Rebeca y aunque sus formas eran distintas, aún mantenía su casa impecable, su jardín lleno de hierbas y flores, y un viejo reloj de péndulo que marcaba las horas con un sonido profundo y melancólico.

Aileen llegó a Blackwood una mañana fría de enero, el auto serpenteaba entre carreteras cubiertas de niebla, mientras los árboles parecían inclinarse sobre el camino como si quisieran examinarla, no hablaba mucho. Observaba en silencio, con la frente pegada al cristal de la ventana, sintiendo que el mundo había cambiado para siempre.

La casa de su abuela era antigua, piedra maciza, de madera crujiente y techos altos, tenía un aire de historia, de algo que había sobrevivido al tiempo, Eleonor la recibió con un abrazo tibio y una sonrisa tranquila, no hizo muchas preguntas, parecía entender que Aileen estaba hecha pedazos y necesitaba espacio para volver a unirlos.

La niña no tardó en notar que Blackwood era distinto a todo lo que conocía, no solo por el frío constante, o la manera en que la niebla se arrastraba por las calles como un susurro, sino por una sensación persistente: desde el primer día, se sintió observada. Al principio creyó que eran imaginaciones suyas, pero no importaba si estaba en la tienda, en el bosque detrás de la casa, o en su habitación por la noche, había algo, una presencia, un peso en el aire, que la hacía girar la cabeza, no veía a nadie, pero sabía que estaba ahí.

A veces escuchaba ramas crujir cuando no había viento, o creía ver sombras moverse entre los árboles al atardecer, le habló a su madre sobre eso, pero Rebeca estaba demasiado ocupada hundiéndose en su tristeza como para escuchar, Eleonor, en cambio, no se sorprendió.

— Blackwood tiene su manera de mirar... — dijo una tarde mientras preparaban té en la cocina — No siempre sabes quién te observa, o por qué. — Aileen frunció el ceño, pero no preguntó más, había algo en la voz de su abuela que le decía que esas respuestas no eran para una joven de diesiseis años.

Blackwood se volvió parte de ella, incluso cuando intentó resistirse, ahora, con diecisiete años, Aileen se prepara para iniciar su último año de instituto, su cabello es más largo, su mirada más firme, pero en el fondo sigue siendo esa niña rota que llegó con una maleta llena de silencios, el bosque la sigue observando, las sombras siguen susurrando. Y Aileen, sin saberlo, está a punto de descubrir que todo lo que ha vivido, la separación, la tristeza, la distancia con Gabriel, no fue producto del azar. Porque algunos destinos se tejen antes de nacer y Blackwood nunca olvida a los suyos.

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