Aileen devoró el pastel sin remordimientos, el dulzor de los arándanos con el toque ácido, acompañado del té frío de frambuesa, era exactamente lo que necesitaba después de aquel día, Eleonor, como siempre, notó su expresión satisfecha y le deslizó unos cuantos billetes en la mano.
— Para tus cosas... — le susurró — Y no digas que no, porque no tengo tiempo para discutir. — Aileen sonrió y aceptó, guardándolos con cuidado en el bolsillo interno de su mochila, se despidió de su abuela con un beso en la mejilla y salió del local.
Afuera, el cielo se había oscurecido, la lluvia comenzaba a caer en hilos finos, casi invisibles, que humedecían el aire y dejaban ese aroma a tierra mojada que siempre la hacía detenerse a respirar. Se perdió unos segundos en sus pensamientos, hasta que sintió una mano tocando suavemente la parte posterior de su cuello, se encogió al instante, soltando un gemido involuntario.
— Ah, ese sonido fue lindo. — dijo una voz demasiado familiar.
Aileen giró bruscamente, los ojos abiertos con sorpresa y desconcierto, Leo estaba ahí, a medio metro de distancia, con esa sonrisa entre cínica y encantadora que tanto la exasperaba.
— ¿Estás loco? — le espetó, llevándose la mano a la nuca.
— Tal vez... — respondió encogiéndose de hombros — Pero me gustas así, tan reactiva. — ella no dijo nada.
Solo frunció el ceño y echó a andar, apretando el paso, Leo se quedó viéndola un momento, como si considerara seguirla o quizás como si ya lo estuviera haciendo en silencio desde hacía rato.
Aileen pedaleó con firmeza, el viento le revolvía el cabello y la llovizna tenue le acariciaba el rostro como dedos helados, su bicicleta crujía levemente bajo su peso, pero resistía, fiel como siempre, atravesó el pueblo sin detenerse, dejando atrás la cafetería, las calles conocidas, las voces, hasta llegar al borde del largo puente de acero y cemento, allí se detuvo.
Frente a ella, el puente se extendía como una herida gris sobre el abismo, abajo, el río rugía con fuerza, violento, casi salvaje, como si quisiera arrancar la tierra desde sus entrañas, Aileen bajó de la bicicleta y comenzó a caminar, cada paso sobre las losas metálicas resonaba entre el viento y el eco del agua. Le gustaba ese lugar, el ruido del agua la hacía sentirse pequeña, pero no insignificante, más bien, viva, humana, vulnerable, a veces se quedaba minutos enteros escuchando el rugido de la corriente, imaginando que todo lo malo podía ahogarse ahí abajo.
Se apoyó en la baranda, sus dedos helados por el metal mojado, miró hacia el fondo, la caída debía ser de al menos treinta metros.
— Un lugar perfecto para pensar. — murmuró.
Y así lo hizo, cerró los ojos un momento, dejó que la lluvia empapara su frente, su ropa, su alma y respiró profundo. Extrañaba a su hermano, a Gabriel, el único que siempre supo cómo calmarla, cómo hacerla reír en medio de un huracán, desde que se habían separado, la distancia entre ambos parecía crecer como una grieta que ningún mensaje podía cerrar, últimamente, ni siquiera respondía sus llamadas, ni él, ni su padre.
Su padre, que antes solía cantarle mientras cocinaban juntos, su padre, que prometió que la llamaría todos los domingos, su padre, que también se había ido sin mirar atrás, lo extrañaba, le dolía no entender por qué habían dejado de contestar, por qué la habían dejado sola y luego estaba su madre.
La mujer fuerte que solía peinarle el cabello cantando, que se sentaba con ella a hacer tareas y le decía que su talento era un regalo, esa mujer ya no estaba, solo quedaba una sombra torpe, con olor a vino barato y ojos perdidos, cada día más consumida, cada día más ajena.
Aileen se abrazó a sí misma, como si así pudiera mantener los pedazos de su alma unidos, el rugido del río seguía abajo, constante, implacable, no lloró, había aprendido a no hacerlo en público, pero su garganta ardía, como si las lágrimas insistieran en salir y ella, obstinada, les cerrara la puerta una y otra vez.
— No estoy rota. — susurró, sin saber si se lo decía al agua, al cielo o a sí misma, pero algo en su pecho se agrietaba igual.
El sonido de un motor la arrancó de sus pensamientos, una camioneta doble cabina, color rojo vino, se detuvo frente a ella con las luces encendidas y el limpiaparabrisas moviéndose con desgano, la ventanilla del conductor se bajó lentamente, y entonces lo vio, Leo, de nuevo.
— ¿Estás bien? — preguntó, con la ceja ligeramente alzada y esa media sonrisa que siempre parecía tener a flor de piel.
La lluvia, antes tenue, comenzaba a caer con más fuerza, el viento empujaba las gotas con insistencia, haciéndolas estrellarse contra el asfalto y el metal del puente, Aileen asintió con rapidez.
— Sí, estoy bien. — levantó la cabeza.
— Súbete, te llevaré. — ofreció, sin moverse, como si supiera que tenía que darle espacio para decidir.
— No, gracias, ya voy en camino. — comenzó a decir, dando un paso hacia atrás.
Pero entonces un trueno estalló con violencia sobre sus cabezas y su cuerpo reaccionó antes que su mente, se encogió, soltando un pequeño grito involuntario mientras sus hombros se tensaban, Leo no se rio, solo estiró la mano y abrió la puerta del copiloto desde dentro.
— Vamos, Rodilla Rompe Nueces, antes de que empieces a oxidarte. — bromeó, suave, casi con ternura.
Aileen vaciló, podía sentir el agua empapándole los pantalones, el frío metiéndose en sus huesos, miró la cabina cálida, la tapicería limpia, el parabrisas empañado por el calor interior y suspiró. Aileen tomó su bicicleta y trató de subirla a la parte trasera de la camioneta, era demasiado alta y la bicicleta pesaba más de lo que recordaba, forcejeó un poco, pero apenas logró levantarla unos centímetros antes de que sus brazos cedieran.
Leo bajó del vehículo con calma, las manos en los bolsillos, y la observó con esa sonrisa ladina que parecía provocarla a propósito.
— Te ayudo, piojo sexy. — tomo la bicicleta.
— ¡Eres un idi...! — comenzó a insultarlo, encendida.
Pero justo en ese instante, un trueno partió el cielo con un estruendo seco, tragándose sus palabras, Aileen se estremeció, entre el sobresalto y la rabia, Leo se rio por lo bajo, sin dejar de mirarla y con un movimiento fácil alzó la bicicleta como si no pesara nada.
— Sube, antes de que el cielo se nos venga encima. — dijo, colocando la bicicleta con cuidado en la parte trasera.
Aileen subió a la camioneta, murmurando algo entre dientes, pero no pudo evitar que una sonrisa pequeña se le escapara mientras se acomodaba en el asiento. Leo emprendió el viaje, conduciendo por el camino que entraba al bosque, Aileen se acomodó en su asiento, cruzando los brazos con desconfianza.
— ¿Y qué hacías tú por aquí? — preguntó, mirándolo de reojo — ¿Me estás siguiendo, acaso? ¿Eres un acosador? — Leo soltó una carcajada sin apartar la vista del camino.
— Tranquila, piojo paranoico... — respondió divertido — Vine a ayudar al viejo Jorge con el fregadero, es la única casa por aquí aparte de la de tu abuela. — Aileen alzó una ceja, sin poder ocultar del todo su sorpresa.
— ¿Y tú sabes arreglar fregaderos? — ladeo la cabeza.
— Sé desatorarlos y fingir que sé más de lo que sé... — dijo con una sonrisa — Me paga con empanadas y cerveza. — Aileen bufó con una sonrisa contenida, mirando por la ventana mientras la lluvia golpeaba suavemente el cristal.
— ¿No eres demasiado joven para tomar cervezas? — preguntó Aileen, entrecerrando los ojos con suspicacia, Leo soltó otra carcajada.
— Tengo diecinueve. — respondió sin más, como si fuera lo más normal del mundo.
— Eso sigue siendo menor de edad. — dijo ella, alzando una ceja.
— Ajá, pero aquí nadie pregunta mucho mientras no causes problemas... — replicó, encogiéndose de hombros — Y te sorprendería cuántos en este pueblo hacen cosas que no deberían. — Aileen ladeó la cabeza, cruzándose de brazos.
— Incluyéndote a ti, supongo. — vio sus manos.
— Especialmente a mí. — dijo Leo con una sonrisa ladeada que, para su disgusto, encontró bastante encantadora.
Ella desvió la mirada por la ventana nuevamente, tratando de no parecer interesada, pero sus labios apenas curvados lo delataban.
— ¿Y tú cuántos años tienes? — preguntó Leo, girando apenas el rostro hacia ella mientras conducía, su voz más baja, más cercana.
Aileen no lo miró, mantenía la vista fija en la ventana cubierta de gotas.
— Ilegal. — respondió con calma.
Leo soltó una carcajada, pero su tono cambió, ya no era la risa burlona de antes, sino una más suave, cargada de algo diferente.
— ¿Ilegal por poco o por mucho? — ella giró lentamente el rostro, lo miró de reojo.
— Suficiente para que dejes de coquetear conmigo, Romeo del taller de plomería. — él sonrió, los dedos tamborileando con lentitud en el volante.
— Entonces no dejaré de hacerlo... — dijo en voz baja, como una promesa más que una broma — Quiero saber más de ti, piojo sexy. — su voz cantarina la hizo sonreír de lado.
— Deja de llamarme así. — espetó, pero su voz no tenía fuerza, Leo la había atrapado con la guardia baja.
— ¿Por qué? ¿Te molesta o te gusta? — ella no respondió.
Se volvió hacia la ventana mientras un leve sonrojo subía por sus mejillas, afuera, la lluvia seguía cayendo con calma, pero dentro de la camioneta el ambiente se volvía más denso, más cargado. Leo no insistió, solo sonrió, satisfecho con el pequeño silencio que había logrado arrancarle.
Cuando llegaron frente a la casa de Aileen, la lluvia ya caía con más intensidad, repiqueteando sobre el techo de la camioneta y resbalando en cortinas sobre los vidrios, Leo detuvo el motor y giró hacia ella.
— ¿Quieres mi chaqueta? — ofreció, desabrochándosela sin esperar demasiado — Al menos para que no te empapes. — Aileen negó con la cabeza, decidida.
— Estoy bien, solo, baja mi bicicleta, se nota que no puedo con ella. — Leo ladeó una sonrisa mientras salía de la camioneta.
— Claro, jefa. — el aire frío entró cuando ella abrió la puerta.
Aileen bajó rápidamente y se cubrió con el brazo, se apoyó en el marco mientras lo veía levantar con facilidad su bicicleta del compartimento trasero, el agua le empapaba la camiseta ajustada, que empezaba a pegarse a su espalda, ella desvió la vista.
— ¿Siempre tan mandona? — preguntó él al acercarse, dejando la bicicleta junto al porche.
— ¿Siempre tan entrometido? — replicó, entrando en el camino del jardín.
Leo se quedó ahí, bajo la lluvia, observándola.
— Solo contigo, debes tener algo especial. — ella lo miró, con una ceja alzada.
— No soy especial. — dijo finalmente.
— Para mí ya lo eres. — dijo con naturalidad, como si le estuviera diciendo que llovía o que su cabello era azabache.
Ella tragó saliva y entró sin responder, Leo sonrió mientras se apartaba el cabello empapado del rostro.
— Hasta mañana, piojo. — murmuró antes de volver a su camioneta.
Aileen entró a casa con una sonrisa apenas dibujada en los labios, no era grande, no era evidente, pero ahí estaba, como una chispa discreta entre el sonido de la lluvia y el aroma a madera mojada que invadía la entrada.
— ¿Y esa sonrisa? — preguntó Rebeca desde la sala, con la voz cargada de sospecha.
Aileen se detuvo un segundo, su mano aún en la perilla de la puerta, la sonrisa desapareció tan rápido como había llegado, no respondió, solo se limitó a cerrar la puerta tras de sí con suavidad.
— ¡Te estoy hablando, Aileen! — insistió su madre, arrastrando la voz con ese tono áspero que usaba cuando llevaba unas copas de más.
Pero Aileen ya estaba subiendo las escaleras, sin mirar atrás, paso a paso, sintiendo cómo la incomodidad en su pecho se transformaba en rabia muda, esa casa tenía demasiadas paredes con eco, demasiado silencio cargado. Entró a su cuarto y cerró con seguro, se quitó los zapatos, luego la mochila, y finalmente se sentó en la orilla de la cama, empapada, respirando hondo. Leo seguía rondando en su mente, pero también lo hacía esa voz, esa voz de su madre que parecía empeñada en recordarle que la felicidad no duraba mucho en ese lugar.
Los gritos comenzaron como cuchillos lanzados desde abajo.
— ¡Malagradecida! ¡Eres igual a tu padre! ¡Una inútil! ¡Una carga! — Aileen no se movió al principio.
Se quedó sentada en el borde de la cama, sintiendo cómo esas palabras ya no dolían como antes, sino que le resbalaban como la lluvia en la ventana, pero seguían ahí, cortando, martillando. Se levantó sin prisa, caminó hacia el balcón, abrió las puertas de madera y salió sin importarle el agua que le empapó el rostro en un segundo, la tormenta era brutal, el cielo rugía y el mundo parecía querer romperse.
El ruido de la lluvia lo ahogaba todo ya no podía escuchar los berridos de Rebeca, solo el golpe insistente del agua sobre el tejado, el crujido de los árboles, el frío calándole los huesos, extendió las manos, cerró los ojos, respiró. Allí, bajo el peso del cielo, por fin hubo silencio, el corazón aún latía rápido, pero había algo casi reconfortante en esa furia natural que lo cubría todo, como si el universo entendiera lo que ella sentía y la envolviera con su propia tormenta.
Una lágrima se mezcló con la lluvia, nadie notaría la diferencia, y eso, por primera vez en mucho tiempo, le pareció un consuelo. Aileen alzó los brazos hacia el cielo como si pudiera abrazar el caos, dio un solo aplauso, fuerte, desafiante, la lluvia le caía en los ojos, resbalaba por su cuello, le empapaba la ropa hasta pegarla a la piel. Un rayo partió el cielo justo después, blanco y afilado, tan cerca que iluminó por un segundo todo el bosque dormido y los árboles que se mecían como si fueran a romperse, el trueno no se hizo esperar; fue un rugido violento que retumbó en sus huesos.
Y entonces, Aileen sonrió, no fue una sonrisa amable, fue algo más primitivo, como si, por fin, algo allá afuera sintiera lo mismo que ella, como si la tormenta le devolviera la furia que llevaba guardando por años, con los brazos abiertos, giró lentamente sobre sí misma, no importaba la lluvia, el frío o los gritos de su madre que ya no escuchaba, en ese instante, se sentía libre, salvaje, viva.
Una parte de ella quería quedarse allí para siempre, entre truenos, lejos de todo lo que dolía, porque, por unos segundos, el mundo por fin hablaba su idioma. Bajó la cabeza y, al abrir los ojos, su sonrisa se desvaneció lentamente, algo llamó su atención al frente, más allá del jardín empapado, justo entre la línea de árboles que marcaban el inicio del bosque.
Allí, entre la penumbra de troncos y hojas agitadas por el viento, estaba él, un gran lobo negro, inmóvil, observándola fijamente, Aileen se quedó sin aliento. El corazón le golpeó con fuerza el pecho, pero no fue miedo lo que sintió, era otra cosa, algo más hondo, más antiguo, el lobo parecía tallado en sombras, majestuoso incluso bajo la lluvia que le empapaba el espeso pelaje, su cuerpo era poderoso, sus patas firmes, y sus ojos, sus ojos eran lo más desconcertante, brillaban con inteligencia, con propósito, como si ya la conociera.
No se movía, solo la miraba, como si estuviera esperando algo de ella, Aileen no parpadeó, se sentía atrapada en esa mirada profunda, que parecía desnudarla sin violencia, que la tocaba sin tocarla. El trueno volvió a rugir, y por un instante, el viento pareció inclinar los árboles hacia él, pero el lobo no se inmutó, ella dio un paso hacia el borde del balcón, la respiración entrecortada y entonces, con la misma elegancia con la que apareció, el lobo giró y desapareció entre los árboles, como si la lluvia lo hubiese reclamado de vuelta.
Aileen se quedó quieta, el corazón aún latiendo con fuerza, no sabía si aquello había sido real, pero sí sabía que no lo olvidaría jamás. Mientras buscaba con la mirada entre los árboles, con la lluvia corriendo por su rostro, algo dentro de ella temblaba, no de frío, sino de una extraña anticipación a que algo ocurriera, entonces lo escuchó, una voz, suave, casi un susurro entre el agua y el viento.
— Aileen... —
Su nombre, claro, intimo, cercano. Volteó de golpe, el corazón en la garganta, la respiración agitada, pero no había nadie, nada detrás de ella, ni en el balcón, ni en el pasillo, solo el golpeteo constante de la lluvia sobre la madera, y el zumbido del viento colándose por la baranda, tragó saliva, el pecho le subía y bajaba con fuerza ¿Lo había imaginado? ¿Fue el viento? ¿O acaso alguien la llamó de verdad? Se abrazó a sí misma, sintiendo de pronto el peso de la humedad, del silencio y del misterio que la rodeaba.
Volvió la vista al bosque, pero el lobo ya no estaba, solo árboles oscuros y la sensación de que algo la observaba aún. Regresó a su cuarto con los brazos cruzados, empapada hasta los huesos, la lluvia había dejado su ropa pesada, pegada al cuerpo, y su cabello chorreaba sobre el suelo de madera, cerró la puerta sin mirar atrás y se apoyó contra ella un segundo, exhalando.