Inicio de clases. 1

La mañana en Blackwood olía a tierra mojada y a algo más, algo que no sabía nombrar, pero que desde niña le revolvía el estómago de una buena manera.

Aileen despertó antes de que sonara el despertador, a través de las puertas dobles del balcón, la neblina del bosque se colaba en forma de aliento helado, se sentó en la cama con el corazón agitado por un sueño que no lograba recordar del todo: árboles altos, una voz que la llamaba a lo lejos, y la sensación persistente de estar siendo seguida.

No era nuevo, había aprendido a convivir con esa inquietud como quien aprende a dormir con un reloj que no deja de hacer tic-tac. Se dio un baño rápido, el agua caliente devolviéndole algo de paz, después se vistió con su ropa habitual: jeans desgastados y una blusa de canalé de manga larga, color vino, no hacía falta más, Blackwood no era lugar para vanidades.

Se plantó frente al espejo de cuerpo entero, uno de los pocos objetos que había llevado desde Seattle, observó su reflejo mientras cepillaba su cabello rizado, espeso, brillante, tardaba cada mañana en desenredarlo, pero no le molestaba; lo sentía como una parte de sí misma que se negaba a ser domada, le caía en cascada hasta las caderas, como una cortina viva, salvaje. A veces pensaba que su cabello era lo único que no había cambiado desde que llegó a Blackwood.

Sus ojos, en cambio, ya no eran los de una niña, había algo más oscuro en su mirada, una madurez prematura que no correspondía con los diecisiete años que tenía, algo que había nacido el día que Gabriel se fue, algo que había echado raíces entre los susurros del bosque. Aileen suspiró y dejó el cepillo sobre el tocador, afuera, los árboles se mecían levemente, como si saludaran a través del cristal, era su primer día de clases del último año y aunque intentaba convencerse de que sería un día más, sabía que algo estaba a punto de cambiar, lo sentía en la piel, lo presentía en el viento.

Aileen tomó su mochila del respaldo de la silla, estaba llena de útiles nuevos: cuadernos limpios, bolígrafos de tinta suave, resaltadores en tonos pastel que había escogido con calma entre los pasillos de la papelería, había algo reconfortante en los objetos que aún no habían sido usados, como promesas sin romper. Por lo menos eso la emocionaba, era un pequeño alivio dentro de una rutina que a veces pesaba más de la cuenta.

La casa de su abuela Eleonor quedaba del otro lado del puente, a unos diez minutos del pueblo y a media hora del instituto, era un tramo largo, sobre todo cuando llovía o el viento bajaba desde las montañas con fuerza, pero Aileen ya se había acostumbrado. Su madre, en un arranque de responsabilidad fugaz, le había comprado una bicicleta color crema con asiento negro y canasto al frente, no era elegante, pero servía.

— No voy a recogerte... — le gritó Rebeca desde la sala, sin siquiera apartar la vista de su taza de café — Pregúntale a tu abuela si regresas tarde. — Aileen no respondió.

No lo necesitaba, las cosas con su madre habían dejado de dolerle hacía tiempo, se encogían dentro de ella como un músculo que aprendía a soportar el frío, sabía que no podía esperar más que frases sueltas, promesas vacías y puertas cerradas, a veces, Rebeca pasaba días enteros sin preguntarle cómo le había ido.

Por suerte, estaba Eleonor.

Su abuela llevaba años dirigiendo La Caldera, una cafetería cálida y siempre perfumada a canela, situada justo en el corazón del pueblo, desde niña, Aileen había ayudado tras el mostrador: lavando tazas, anotando pedidos, escuchando historias de clientes que se quedaban horas leyendo o jugando ajedrez. Era un segundo hogar, un refugio, y, aunque no se lo decía con frecuencia, admiraba profundamente a su abuela, Eleonor era una mujer firme, de manos trabajadoras y carácter templado, la gente la respetaba, Aileen también.

Antes de salir, echó un último vistazo al reloj de pared, eran las seis con veinte minutos. Tomó la bicicleta del cobertizo, empujándola con cuidado por el sendero de grava, el cielo seguía cubierto, pero no llovía, aquel silencio espeso y húmedo era típico de Blackwood, como si el bosque contuviera el aliento a esa hora de la mañana, montó con agilidad y comenzó a pedalear, dejando atrás la casa y la neblina que se filtraba entre las ramas.

Mientras cruzaba el puente de acero y cemento, escuchó un crujido leve, como un paso más allá de su espalda, se giró, nadie. Aileen frunció el ceño y siguió pedaleando, llevaba toda la vida sintiendo que algo, o alguien, la observaba, pero nunca se atrevía a decirlo en voz alta, porque sabía, en lo más profundo, que si lo hacía, sería real.

Antes de tomar la carretera hacia el instituto, Aileen hizo una parada rápida frente a La Caldera, su abuela se lo había pedido la noche anterior, con esa mezcla de dulzura y firmeza que solo Eleonor sabía usar.

— Te voy a preparar algo para el desayuno, nada de andar por ahí con el estómago vacío... — le había dicho mientras removía una olla con aroma a especias y mantequilla — Pásate un momento antes de irte ¿Sí? — Aileen solo pudo asentir.

La cafetería aún no abría al público, pero desde la calle ya se podía oler el pan recién horneado y el café molido, Aileen dejó la bicicleta apoyada contra una farola y empujó la puerta de vidrio con cuidado, una campanilla suave anunció su llegada.

— Buenos días, sol de la mañana. — la saludó Eleonor desde el mostrador, con una sonrisa que le arrugaba los ojos y le calentaba el alma.

Aileen sonrió, caminó hasta ella y le dio un beso en la mejilla.

— Gracias por esto. — dijo mientras su abuela le entregaba una pequeña bolsa térmica envuelta en una servilleta bordada.

— Hay empanadas de queso y de pollo, jugo de moras frescas y unas galletas de avena y chispas de chocolate, no compartas si no quieres. — bromeó.

— No pienso hacerlo. — respondió Aileen con una media sonrisa.

La Caldera era su rincón seguro, el único lugar donde las paredes no parecían susurrar cosas que no entendía, allí todo era tangible, cálido, lleno de vida y de olores familiares, pero el reloj no se detenía, y el camino aún era largo.

— Anda, ve... — le dijo Eleonor con un gesto de cabeza — No llegues tarde el primer día, y si esa neblina empieza a molestar, no dudes en regresar. — Aileen asintió, volvió a besarla y salió al aire fresco con la bolsa colgando del manillar.

La bicicleta chirrió levemente cuando retomó el camino, pero ya no le importaba, las empanadas estaban calientes, el jugo hacía burbujas dentro del frasco y la voz de su abuela seguía resonando en sus oídos como un abrigo invisible. Mientras se alejaba pedaleando por la curva que daba hacia el camino del instituto, Aileen volvió a sentir esa presencia, no era amenaza, no era miedo, pero estaba ahí, siguiéndola. Como si el bosque, o algo dentro de él, hubiera esperado justo ese día para despertarse.

Al llegar al instituto, Aileen frenó el pedaleo de forma instintiva, una fila de autos se extendía por la entrada, detenidos sin razón aparente, algunos estudiantes se asomaban por las ventanillas con expresiones de fastidio, otros aprovechaban para enviar mensajes en sus teléfonos. Las puertas de reja estaban abiertas de par en par, pero nadie avanzaba, por un momento, Aileen pensó que algo grave había ocurrido, frenó junto a la acera, puso un pie en el suelo y entrecerró los ojos para intentar entender qué pasaba.

Y entonces la vio, allí, justo frente al arco principal, una mamá zarigüeya batallaba con algo a la mitad del camino, era pequeña, de pelaje grisáceo y patas temblorosas, y con movimientos torpes, pero decididos, intentaba levantar a una de sus crías y acomodarla sobre su lomo. El resto del grupo, cuatro bolitas de pelo vivas, ya estaba aferrado a su espalda como si fueran parte de ella, pero una se le había resbalado al asfalto mojado.

La cría chillaba bajito, agitando sus patitas en el aire, mientras la madre, con una paciencia que a Aileen le pareció casi humana, intentaba usar el hocico para empujarla de vuelta a su sitio, algunos alumnos los miraban desde la distancia con curiosidad, otros con indiferencia, pero nadie se acercaba.

El guardia de seguridad del instituto observaba la escena desde la sombra de su caseta, rascándose la cabeza sin saber si intervenir o no, Aileen dejó la bicicleta junto a la verja y caminó despacio, sin hacer ruido, sabía que podía asustarla si se acercaba bruscamente, y lo último que quería era que la zarigüeya huyera y dejara atrás a su cría, se agachó lentamente, dejando la bolsa con el desayuno a un lado, y esperó.

— Vamos, pequeñita tú puedes. — murmuró, apenas un susurro.

Fue entonces cuando la zarigüeya alzó la mirada hacia ella, por un segundo, sus ojos oscuros se encontraron, no había miedo, solo un agotamiento tierno, ancestral, como si, durante ese instante fugaz, Aileen pudiera entender lo que significaba cargar con el mundo entero sobre la espalda y aún así volver por lo que falta. Finalmente, ayudo a la cría a trepar, se aferró al pelaje de su madre, que se sacudió levemente, como asegurándose de que estuvieran todos, luego, con pasos cautelosos, se escabulló entre los arbustos, desapareciendo en dirección al bosque, como si jamás hubiera estado allí.

Aileen se quedó en cuclillas un momento más, observando el lugar por donde se había ido, el silencio volvió poco a poco, interrumpido por el rugido impaciente de un motor, el guardia hizo una seña, y los autos comenzaron a avanzar. Ella recogió su bolsa, subió a la bicicleta y cruzó por la entrada principal, sintiéndose extrañamente ligera, era un buen presagio, pensó, o tal vez solo una escena extraña para comenzar el semestre.

Lo que no sabía era que, como esa cría extraviada, también había algo que intentaba volver a aferrarse a ella y que el bosque no deja ir lo que ya ha elegido.

Dejó su bicicleta en el área designada, justo bajo un gran árbol de ramas extendidas que ofrecía una sombra acogedora incluso en los días nublados, el tronco era ancho, cubierto de musgo y con una de esas placas oxidadas que probablemente llevaba ahí más tiempo que cualquier estudiante, Aileen acomodó bien la bicicleta, se aseguró de cerrarla con el candado, y colgó su mochila del hombro.

El campus del instituto Blackwood tenía algo de antiguo y silencioso, los edificios eran de ladrillo oscuro, con enredaderas trepando por las paredes y ventanas altas que dejaban ver estanterías, pizarras o cortinas pesadas. Aileen no conocía a nadie, caminó por el sendero central, siguiendo los carteles con flechas de bienvenida, hasta llegar a Dirección, donde debía comprar los libros del ciclo y recibir las llaves de su casillero.

El pasillo estaba vacío, sus pasos sonaban suaves sobre el suelo de madera encerada, cuando empujó la puerta de la oficina, una campanita colgada del marco tintineó suavemente.

— Buenos días, cariño... — la saludó una mujer mayor desde el escritorio — ¿Eres la nueva alumna, verdad? Aileen Carter. — asintió.

La secretaria tenía el cabello recogido en un moño bajo y gafas que le caían un poco por la nariz, sonreía con esa calidez que no era común en los adultos de Blackwood, su placa decía Margot.

— Tu abuela llamó esta mañana... — continuó mientras revisaba una carpeta — Dijo que te portaras bien y que si alguien te hace mala cara, me lo digas a mí, confío en que no será necesario, pero aún así, me encantan las abuelas con carácter. — Aileen soltó una risa leve.

Margot le entregó una bolsa con los libros, matemáticas, literatura, historia, ciencias y luego abrió un pequeño cajón de metal de donde sacó una llave plateada con un número grabado: 47B.

— Tu casillero está en el ala norte, primer piso, cerca de las aulas de arte, es tranquilo por ahí, pocos estudiantes pasan en los cambios de hora, así que tendrás tu espacio. — le guiño un ojo.

— Gracias. — dijo Aileen, sujetando los libros con fuerza contra el pecho.

— Y si necesitas algo más, cualquier cosa, estoy aquí desde las seis, siempre. — salió de la oficina sintiéndose un poco más liviana.

La voz amable de Margot aún flotaba en sus oídos como una manta, no era cariño, exactamente, pero se le parecía lo suficiente. El sol comenzaba a asomar entre las nubes y, por un segundo, Aileen pensó que el día no estaba tan mal después de todo. Aunque, muy dentro de ella, seguía ese extraño cosquilleo, como si algo estuviera a punto de comenzar, o de despertar.

En el aula 20B, el ambiente era cualquier cosa menos tranquilo.

Era el primer día del último año, y los estudiantes lo celebraban como si el instituto fuera un circo y ellos los domadores que por fin habían domado a la bestia. Risas, gritos, sillas que se arrastraban sin cuidado, mochilas tiradas por todas partes y conversaciones que se entrelazaban sin orden ni lógica, algunos hablaban de sus vacaciones, otros se quejaban del horario y más de uno solo estaba ahí por inercia, con los audífonos a medio volumen y la mirada perdida en el celular.

La profesora aún no llegaba, y eso bastaba para desatar un pequeño huracán dentro de las cuatro paredes.

— ¡Nadie trae galletas con miel y chocolate! ¡¿Cómo es posible?! — exclamó un chico desde el fondo del aula, alzando los brazos al aire como si estuviera frente a un juicio divino.

Su nombre era Leo Whitmore, y era conocido por dos cosas: su energía inagotable siendo el capitán del equipo de basquetbol y su extraña obsesión con la comida dulce, tenía el cabello revuelto como si hubiera dormido sobre una pila de hojas, una sudadera gris con el logo de la escuela medio borrado, y una expresión de sufrimiento exagerado.

— ¡Se los pedí ayer por el grupo! ¡Ayer! ¡Con tiempo! — reclamó mientras miraba a su alrededor, buscando apoyo moral de sus amigos.

— Yo sí traigo galletas. — dijo una chica de cabello rubio desde una de las primeras filas — Pero son de avena y pasas. — levanto la bolsa.

— ¡Eso no cuenta! — gimió Leo — Las de pasas son traición en forma de galleta. — su estomago rugió.

— Pues no seas malagradecido, Whitmore... — le gritó otro chico desde la ventana — Vas a terminar comiéndotelas igual cuando te dé la ansiedad de las matemáticas. — puso los ojos en blanco.

— No lo niego... — dijo con solemnidad teatral mientras se dejaba caer sobre su silla — Pero no será lo mismo. — las carcajadas se esparcieron por el aula.

Alguien encendió música desde su teléfono, bajita, pero rítmica, y dos chicas bailaban apenas con las puntas de los pies mientras revisaban sus pestañas en un espejo compacto, la atmósfera estaba cargada de ese tipo de nerviosismo feliz que solo ocurre cuando todos sienten que algo nuevo está por comenzar, pero aún no saben qué.

Cuando la profesora Crawford entró al aula 20B, el caos se deshizo como si alguien hubiera presionado un botón invisible, las risas cesaron, las sillas chirriaron al acomodarse de golpe y hasta la música se esfumó con un gesto culpable, los estudiantes tomaron asiento con una rapidez que solo se ve en películas de terror o en salones donde la autoridad mete miedo.

La profesora dejó su bolso sobre el escritorio, dio una mirada rápida a su lista y luego a los rostros frente a ella, no necesitó levantar la voz; su presencia bastaba.

— Buenos días... — dijo con tono seco — No quiero hablar de sus vacaciones, abran los cuadernos. — mientras todos sacaban sus cosas con resignación, un gruñido bajo rompió el momento como una nota discordante.

— ¿Otra vez tú? — susurró Noah, el mejor amigo de Leo, mientras lo miraba de reojo.

Leo, sentado junto a él, se pasó la mano por la nuca y cerró los ojos un segundo, había gruñido, literalmente gruñido y no era la primera vez que lo hacía cuando se sentía molesto o irritado, sin embargo, lo extraño no era el sonido, sino lo que lo provocaba. El aire olía dulce, no como las típicas meriendas de pasillo, sino a algo más cálido, más antiguo, como galletas recién horneadas con miel y chocolate derretido, y eso lo ponía nervioso, demasiado.

— ¿Leo? — insistió Noah, inclinándose un poco hacia él — ¿Qué pasa contigo? Es solo un olor, te estás comportando como si alguien hubiera encendido fuego. — Leo frunció el ceño, pero no contestó.

Miraba hacia el frente con la mandíbula apretada, ignorando el cosquilleo que sentía en la piel, era un aroma que le recordaba algo, o alguien, pero no lograba entender por qué su pecho se tensaba de esa forma, como si algo ancestral y visceral despertara en él solo con una simple fragancia.

— No es nada... — murmuró al fin, aunque ni él mismo lo creía — Es solo que, no soporto ese olor. — Noah alzó una ceja.

— Desde cuándo te afectan las galletas, lobo amargado. — Leo no respondió.

Algo dentro de él murmuraba lo contrario, que ese olor no era común, que algo nuevo acababa de llegar al instituto y estaba a punto de cruzar la puerta.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP