El espejo me devolvía un reflejo que apenas reconocía. El vestido largo de seda color esmeralda me envolvía como una segunda piel, resaltando cada curva, cada latido de inseguridad y fuerza que se mezclaban dentro de mí. Kael había insistido en que lo acompañara aquella noche.
—Solo una noche, Danae. Olvida el resto. —sus palabras aún resonaban en mi cabeza mientras me colocaba los pendientes que había elegido.
Olvidar… ¿cómo podía hacerlo? Con Anya rondando como un fantasma hecho carne, con el miedo latiendo cada vez que veía a mis hijos dormir, con la amenaza constante en cada esquina. Pero ahí estaba yo, cediendo, porque parte de mí necesitaba sentir que todavía podía vivir fuera del miedo. Y porque, aunque me doliera admitirlo, no podía decirle que no a Kael.
Él me esperaba en la sala, impecable en su traje negro, la corbata perfectamente ajustada y esa mirada que, aunque endurecida por los años de guerra en su mundo, se suavizaba cuando se posaba en mí.
—Pareces… —se detuvo, como