El eco de la puerta cerrándose detrás de Danae me dejó en un silencio espeso, casi irrespirable. Me quedé de pie, mirando el espacio vacío que había ocupado segundos antes, con la sensación de que la tierra acababa de moverse bajo mis pies. Anya. Viva. La palabra golpeaba dentro de mi cabeza como un martillo, una y otra vez, hasta que sentí el crujir de mis dientes por la fuerza con la que apretaba la mandíbula.
Me pasé las manos por el rostro, respirando hondo, intentando mantener el control. Era un hábito, un reflejo aprendido a golpes: jamás mostrar vulnerabilidad, jamás perder la compostura. Pero esta vez… esta vez algo me estaba arrancando el alma en pedazos.
Danae se marchó a buscar a los mellizos, con la intención de volver a mi casa. Mi casa. El único refugio que puedo garantizarles. Y yo me quedé aquí, con un demonio antiguo que volvía a alzarse desde las sombras: el fantasma de Anya.
—Maldita sea… —murmuré, golpeando con el puño la mesa más cercana. El cristal se resquebrajó