La gala seguía adentro, con su música de cuerdas y su brillo de copas, pero el ruido me parecía una banda lejana, una cortina que apenas me separaba de un mundo que de pronto había perdido sentido. Salí del saloncito con la excusa de aire, de calma, porque necesitaba alejarme del peso de las palabras de Anya, de ese “soy la jefa” que todavía resonaba en mi cabeza como un golpe. Necesitaba respirar sin que todos los ojos me miraran con la curiosidad mortificadora de los que saben lo que sucede pero esperan espectáculo.
El corrido hacia los baños fue una procesión silenciosa. Los pasillos estaban más tranquilos, la alfombra amortiguaba los pasos y las luces tenues daban una sensación de remanso. Me detuve frente a la puerta del baño de mujeres, la mano todavía caliente por el agarre de Kael, que había intentado darme seguridad con un gesto frío de posesión. Me empujé a entrar con la mecánica de quien repite un ritual: abrí una de las cabinas para dejar mi bolso, me miré al espejo grande