Izan Quintero y Dante Armone nacieron en un mundo alejado del crimen, pero el destino tiene un plan oscuro para ellos. A pesar de los esfuerzos de sus padres por mantenerlos lejos de la mafia, el legado de sangre que arrastran pronto se hace evidente. Sobre todo cuando Dominic King, el temido heredero de la mafia americana y rusa, busca venganza por el daño infligido a su familia y, para hacerlo, sus ojos se posan en Trina Quintero Armone. Ella es la joven que lleva consigo las dos sangres culpables de su desgracia, y Dominic está decidido a usarla como su arma más poderosa. Su plan es seducirla, enamorarla y destruirla desde adentro, haciéndolos sentir el dolor de perder a un ser querido. Sin embargo, lo que comienza como una estrategia fría y calculadora pronto se convierte en un juego peligroso de emociones. A medida que Dominic se acerca a Trina, sus intenciones se complican, el deseo y la venganza chocan en su corazón, desdibujando las líneas entre el amor y el odio. Mientras tanto, Trina lucha con su propia identidad y la pesada carga del legado familiar. Con cada paso que dan hacia un inevitable enfrentamiento, las tensiones aumentan y los secretos amenazan con salir a la luz. ¿Podrán Izan y Dante proteger a Trina del peligro inminente? ¿O caerán todos en la trampa mortal que han tejido?
Leer másCapítulo 1. Sombras, fuego y acero.
Dominic King.
El aire en la habitación era espeso, no con polvo, sino con el aroma metálico del cuchillo recién afilado y el incienso quemado, un ritual que me anclaba. La luz de la vieja lámpara de mi fortaleza en Siberia, no temblaba. Proyectaba sombras que no bailaban, sino que danzaban al compás del sonido repetitivo de mi yesquero, un tic-tac hipnótico, producto de mi insomnio y mi inquietud.
Sentado frente a mí, mi tío Salvatore me observaba con esa mirada de acero que había aprendido a odiar y temer desde que era un niño. La tensión entre nosotros no era una bestia viva; era un campo minado de heridas que nunca cicatrizarían. Mi mano jugaba con el encendedor, la llama efímera no arrojaba sombras danzantes; se reflejaba en las paredes desnudas de la mansión, como un recordatorio de un imperio perdido y un legado ensombrecido por sangre y secretos.
—¡Justicia! —gruñó mi tío Salvatore, su voz no arrastraba profundidades del infierno; era un latigazo. Sus ojos, oscuros como la noche sin luna, perforaron los míos, exigiendo una respuesta que sabía no le complacería. —La familia merece justicia.
Me reí. No una risa ligera ni sardónica. Fue una carcajada baja, helada, que llenó el espacio entre nosotros como una cuchilla deslizándose por carne. Miré el cuchillo sobre la mesa, su filo como una promesa, y luego a Salvatore.
—No se trata de justicia, tío. Lo que quiero es venganza, simple y llana venganza —gruñí, saboreando el veneno en cada sílaba. Solo de esa manera podré calmar mi furia.
Mi voz cortó el aire como la hoja que no sostenía en mis manos, sino que sentía su peso en mi alma. Saboreé las palabras mientras las pronunciaba, sintiendo el peso de lo que significaban. Salvatore parpadeó lentamente, como si estuviera evaluando cada sílaba, pero no dijo nada. Él sabía que no buscaba su aprobación. Nunca lo había hecho. La tensión entre nosotros siempre había sido un campo minado, lleno de heridas que nunca cicatrizaron del todo.
Tomé el cuchillo, pasé el dedo por el filo y luego encendí el yesquero otra vez. La llama danzó, reflejándose en mis ojos, como un recordatorio de lo que el fuego significaba para mí. Recordé cómo ardía. El dolor en mi pecho, las quemaduras que Salvatore me infligió con ese mismo yesquero cuando apenas era un chico de trece años, casi un niño. "El fuego es una lección, Dominic, purifica", solía decir. "Te enseña a resistir o a romperte". Pero yo no me rompí. Aprendí a amar el calor, a usarlo, a dejar que fuera mi compañero. Ahora, era mi arma.
Mientras hablaba, mis dedos recorrían el cuchillo sobre la mesa, su hoja recién afilada reflejaba destellos de la luz mortecina. Lo tomé, sintiendo su promesa fría contra mi piel. No para cortar; no aún. Era el contacto con el acero lo que me calmaba, lo que centraba mis pensamientos dispersos por la ira y la anticipación. El ritual era íntimo, el metal besando apenas mi palma antes de apartarse, un flirteo con el peligro que me era tan familiar como el latido en mis venas. En este juego de sombras y sangre, el cuchillo era mi compañero más leal, la extensión de mi voluntad y el ejecutor de mi cólera.
"Domina tu furia", siempre me había dicho a mí mismo, pero ahora ella era mi aliada más cercana, el fuego que me impulsaba hacia adelante en esta danza macabra de venganza. Y mientras el acero reposaba tranquilo en mi palma, sabía que cada movimiento que hacía a partir de ahora estaba marcado por la promesa de retribución. Aquí, en la oscuridad, era tanto el maestro como la marioneta, y el hilo de mi destino se entrelazaba inexorablemente con el filo en mi mano.
En un gesto casi ritual, pasé el cuchillo por la llama, calentándolo lo suficiente para sentir el calor irradiando en mi piel. Luego lo hundí en la madera de la mesa con un movimiento firme. Escuchar el sonido de la madera cediendo era satisfactorio.
—Todo en su momento —susurré, apagando el yesquero con un chasquido que resonó en el silencio.
Salvatore no comentó. Solo se levantó de la silla con una elegancia calculada y caminó hacia la ventana.
—En Nueva York te esperan cosas que ni siquiera imaginas, Dominic. Pero recuerda que todo esto es por la familia. No te olvides de eso. ¡Destruye a esa perra!
—La familia —repetí, dejando que la palabra se deslizara por mi boca como veneno. ¿Qué sabía Salvatore de la familia? Para él, la familia era un pretexto, una herramienta que utilizaba para controlar a los demás. Pero para mí, la familia era un recuerdo de lo que había perdido.
Salvatore me observó con esa mirada que siempre había sabido desentrañar mis intenciones más oscuras. En su rostro se dibujaba una expresión que bailaba entre el orgullo y el temor, como si, por un lado, admirara el monstruo que ayudó a forjar y por otro, se horrorizara ante el abismo que veía en mi mirada.
—¿Qué tanto planeas, Dominic? —preguntó, y su voz era un eco del pasado que resonaba en las paredes desnudas de la mansión.
—Lo necesario —murmuré, sin dejar de pasar mis dedos por la llama del encendedor, sin apagarlo, el peso de su mirada sobre mí. Empecé a apagar y encender, el clic-clic del mecanismo era casi hipnótico, un calmante para mi pulso acelerado. La llama nacía y moría al capricho de mi pulgar, un recordatorio fugaz de lo efímero del poder... y de la vida.
—Siempre con fuego y acero —musitó Salvatore, y aunque sus palabras estaban teñidas de aprobación, noté el rastro de inquietud en su tono —. Pero recuerda, incluso el fuego más controlado puede volverse un infierno.
—Un infierno que consumirá a quienes mataron a mi familia y los destruirá —repliqué, dejando que el encendedor descansara en mi regazo. El cuchillo, esa extensión de mi voluntad, lo coloqué sobre la mesa, pero sentía su llamado, el susurro seductor del acero prometiendo venganza.
De repente, el silencio sepulcral se rompió con el timbre estridente del teléfono. Mi corazón dio un vuelco; pocas cosas podían perturbar este santuario de planes y traiciones. Levanté el receptor con una lentitud calculada, y la voz que escuché al otro lado hizo que mi sangre se enfriara.
“Te vigilan. Tus movimientos no son tan invisibles como crees, Dominic”, advirtió la voz anónima, y pude sentir cómo la piel de mi nuca se erizaba.
—¿Quién...? —comencé a preguntar, pero solo recibí el zumbido de la línea cortada como respuesta.
—¿Problemas, sobrino? —Salvatore indagó, su ceño fruncido reflejaba tanto curiosidad como preocupación.
—El juego se complica —dije con una sonrisa que no llegaba a mis ojos—. Pero eso solo lo hace más interesante.
Mientras volvía a colocar el auricular, sabía que esta noche, la oscuridad que me rodeaba no solo era física, sino también una que se ceñía alrededor de mis planes. Una oscuridad que amenazaba con devorarlo todo, incluso a mí. Pero estaba listo; después de todo, fui criado para bailar con las sombras.
—¿Quién te llamó? —exigió saber mi tío y la incertidumbre era una serpiente que se enroscaba en torno a mis entrañas.
—Algún peón descarriado —murmuré, más para mí mismo que para Salvatore. Tomé de nuevo el cuchillo, frío y letal, lo presioné contra la piel de mi palma, un recordatorio tangible de los caminos que podía elegir. La venganza era un arte, y yo era su maestro indiscutible; pero incluso un maestro podía encontrarse sorprendido por el movimiento inesperado de un rival.
—Están jugando contigo, Dominic. No pierdas la compostura —advirtió Salvatore, y su voz era un gruñido grave que buscaba penetrar la armadura de mi concentración. Lo ignoré; él no entendía que este nuevo reto despertaba en mí un fervor casi salvaje.
—La partida apenas comienza —contesté.
Clavé el cuchillo en mi mano, llena de cicatrices por las múltiples heridas en mi piel; sin embargo, yo sentía el dolor como una caricia. No me dañaban debido a los callos que se habían formado en mi piel, me levanté de la silla.
—Llegó la hora —dije, dejando atrás la penumbra de la mansión como quien abandona una vieja piel.
Tres años despuésEl viento gélido de las montañas rusas me golpeaba el rostro, pero no sentía el frío. No. En lo profundo de mis huesos, solo ardía el fuego. Tres años. Tres malditos años habían pasado desde que el mundo se detuvo, desde que sentí el resplandor infernal en el horizonte y supe que se lo había llevado. A él. A Dominic. Las cenizas de Novosibirsk se habían disipado hace mucho, pero las suyas… las llevaba grabadas a fuego en mi alma. Cada bocanada de aire helado era un recordatorio del vacío que dejó, un vacío que la promesa de venganza había llenado con una determinación inquebrantable.Estoy de pie en la cima de este pico desolado, con la nieve crujiendo bajo mis botas, como si el propio suelo gimiera bajo el peso de mi promesa. No estoy en tacones, no. Llevo un abrigo de piel oscura que me envuelve como una segunda piel, botas militares que pisan con autoridad, y un cuchillo táctico envainado en mi muslo. Mi cabello, antes castaño, ahora es más oscuro, casi negro az
Trina Quintero ArmoneNo sé cuánto tiempo había pasado desde que crucé aquella puerta, desde que dejé atrás su mirada, sus palabras, su sentencia. Solo sabía que algo dentro de mí no me dejaba respirar. Era un presentimiento. Una angustia que me carcomía como ácido en las entrañas.Había intentado llamarlo… una, dos, diez veces. Pero Dominic no contestaba. Y aunque él había sido claro: "Si te vas, para mí estás muerta", había dicho. Yo no podía sacármelo de la cabeza, tampoco fingir que él o yo estábamos bien sin el otro. No podía imaginarlo solo, herido, consumiéndose en su propio infierno mientras yo intentaba recuperar mis fuerzas y mi salud.Me aferré a la manta como si ese pedazo de tela pudiera sostener lo poco que quedaba de mi cordura. Mis manos temblaban. Mi pecho dolía. La cabeza me estallaba con pensamientos que no quería tener.—¿Estás bien? —preguntó mi madre, con esa voz que temblaba más que yo.No respondí. ¿Cómo decirle que sentía que el mundo se estaba partiendo en d
Irina PetrovUn sollozo se desgarró de mi garganta, un sonido que ni yo reconocí. Trina. ¿Embarazada? ¿La amante de Dominic, la que era su debilidad? Y mi padre, ordenando su muerte. La cruel ironía me golpeó. Yo, la prometida, que iba a casarme con él para darle "herederos legítimos", ahora escuchaba cómo mandaban a matar al posible heredero de Dominic y a su madre. Y la orden de "asegúrense que muera" resonó en mi cabeza, mezclándose con mis propios miedos sobre el hijo de Elizaveta.El pánico me invadió. Me di la vuelta, mis pies moviéndose por instinto, una furia gélida que me consumía. No había tiempo para procesarlo. Dominic y Trina estaban en peligro, debía avisarles. Y yo… yo estaba atrapada en un nido de víboras que no dudaban en traicionar y matar a su propia sangre si no les servía.Corrí de regreso a la habitación de Elizaveta. La encontré despierta, con esos ojos grandes y asustados, aún aferrándose a la esperanza que le había dado.—Tenemos que irnos —dije, mi voz ronca
AndruUn silencio cortante se apoderó del pasillo de la fortaleza en Omsk. El eco de la voz de Oleg se quedó grabado en mi mente. Oleg estaba en Novosibirsk. En la base de Dominic con Salvatore. Ellos lo sabían todo y se aprovecharon, para atacar a Dominic a traición.La sangre me hirvió. Una rabia ciega me consumió. Él había mandado a su gente y se quedó a morir solo. Pensé en Dominic, el Zar del infierno, el Carnicero de Rusia, reducido a una presa. La humillación. La traición.—¡Fuego! —gritó Oleg por la radio, y el infierno se desató en la frecuencia, en mi imaginación.No fue aquí. No en Omsk. Fue en Novosibirsk. Pude escuchar las explosiones, y pensé en los pocos que Dominic se había llevado consigo para monitorear. Sentí el dolor de la traición, de la impotencia.El rugido.Esa explosión fue una explosión brutal. Aunque no quería creerlo, lo sabía. Ese era el lugar de la espera. Donde Dominic esperaría por nosotros.Mis piernas me fallaron por un segundo. Habían volado la base
DominicMe fui con mis hombres al aeródromo; fue un torbellino de preparativos. Armas, hombre. Mi mente calculaba cada movimiento, cada riesgo. Oleg, Taras y Salvatore, tres hienas dispuestas a pelarse por un trozo de carne. Y en medio de ellos, Elizaveta. Una niña que no sabía el precio de su propia existencia.Cuando los jets estuvieron listos, me paré frente a mis Vory, mis hombres. Vi sus rostros, sus ojos duros, la lealtad grabada en cada uno. Los había entrenado, los había forjado en el infierno. Eran mi extensión.—Van a llegar primero —ordené, mi voz resonando con autoridad—. Ablanden la defensa. Aseguren el perímetro. Y mantengan resguardado el perímetro para que ellos no saquen a Elizaveta. No se detengan por nada. Yo me uniré a ustedes. Esperaré el momento oportuno como quedamos en nuestra base en Novosibirsk. Esta es la misión más importante de nuestras vidas. Si alguien cae, no habrá luto hasta que estemos a salvo.Asintieron, sus movimientos eran precisos. Me despedí de
DominicEl mundo podía estar ardiendo afuera. Siberia, Moscú, San Petersburgo… nada tenía sentido mientras el rostro de Liliana volvía a aparecer en mi memoria.Mi hermana.La única que alguna vez fue mi refugio en un mundo donde el amor era una palabra prohibida. La única que me abrazaba cuando lloraba en silencio por mi madre y papá solo se emborrachaba de poder y de rabia.Tenía ocho años cuando la vi por primera vez interponerse entre nosotros cuando me iba a golpear.—¡Déjalo! ¡No le hagas daño! —gritó Liliana, con la voz temblorosa, pero el alma firme.Yo estaba en el suelo. La mejilla marcada, el labio sangrando. Mi padre me había lanzado contra la pared por derramar una copa de whisky sobre sus papeles.Y entonces apareció ella.Liliana.Con delgada figura, con la rabia contenida en los ojos de una joven que había visto demasiado para su edad.Se plantó entre nosotros como si midiera dos metros, como si el miedo no existiera.Él levantó la mano para callarla, para enseñarle su
Último capítulo