La oficina de Giovanni olía a cuero y madera vieja, impregnada de humo de habanos y whisky añejo. Una lámpara cálida iluminaba el escritorio macizo donde reposaba un teléfono aún encendido; las últimas palabras de Dimitri resonaban en su cabeza como un eco ensordecedor.
—Es con él, Gio. Con Giulio Romano. No intentes detenerla. Te advierto que no podrás.
Giovanni había sentido que la sangre le hervía. El puño se le había cerrado con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. La idea de tomar su arma y atravesarle el cráneo al hijo de puta que había destruido a los Mancini era casi irresistible.
El recuerdo de los Mancini no era un simple episodio de infancia: habían sido su segunda familia. Isabella había crecido con él como una hermana pequeña. Su madre los mimaba como a sobrinos. Los domingos estaban llenos de risas, de olor a salsa casera, de promesas que parecían eternas. Hasta que Giulio Romano había convertido todo en cenizas.
Su mano se había posado ya sobre la culat