Sí, acepto.

MILA

Siempre había anhelado este momento. Ver a las novias vestirse era mi parte favorita; la felicidad les desbordaba los rostros, seguida de lágrimas de gozo, elogios y las felicitaciones de amigas, hermanas y padres. Para una novia, sin duda, es un instante mágico.

Hoy, en cambio, es el peor día de mi vida. Debí haberme negado en cuanto escuché aquellas peticiones, que ya entonces me parecieron ridículas.

Como pude, me puse el vestido.

Me quedaba largo, pues mi estatura no ayudaba, pero por suerte tenía un corsé ajustable. Había un par de zapatillas para elegir; opté por las más altas para no arrastrar la tela. Una vez lista, me miré en el espejo. «Diablos, es hermoso», pensé, a pesar de todo.

Al salir de la habitación, el corpulento guardia hablaba por teléfono, mientras otros dos custodiaban la puerta.

—Es impresionante lo que acabas de hacer, Mila, excepto por esos ojos grises —dijo el guardia calvo, quien parecía ser el líder del grupo.

Sus compañeros me observaban escépticos.

—Es idéntica —murmuraron.

—Vamos, no hagamos esperar al novio —ordenó, clavándome la mirada—. Traigan el velo y el ramo.

Me tomó del brazo con firmeza, como si temiera que pudiera escapar. Me condujo al coche, mientras intentaba en vano controlar el temblor de mi cuerpo y mi respiración. Una vez dentro, comenzó a darme instrucciones.

—A partir de ahora, serás Katya. Debes permanecer cerca de mí para que pueda guiarte. Por fortuna, será sencillo: solo tienes que hacer lo que hacen las novias en su boda. Sonríe, bebe, baila y persigue al novio como si te lo fueran a robar.

Su voz se convirtió en un eco lejano a medida que el auto avanzaba. Después de varias indicaciones, me perdí en mis propios pensamientos, donde la primera opción —la que había rechazado— ahora me parecía mucho más atractiva que la que había elegido.

Llegamos a otra mansión, casi idéntica a la anterior. Una pequeña capilla se alzaba en su interior, y allí se detuvo el auto.

—¿Entendiste? —preguntó el calvo, pero mi mente solo había captado la primera parte. Al notar mi confusión, simplemente puso los ojos en blanco—. Hazte un favor y no te separes de mí, o este numerito nos costará a los dos.

—De acuerdo —articulé con dificultad.

Me ayudó a bajar y a acomodarme el velo. Otro guardia me entregó el ramo, unas flores naturales que contrastaban con la artificialidad del momento.

—¿Entraré sola? —pregunté al no ver a nadie más.

—Me temo que sí. El jefe está indispuesto por ahora —respondió, mientras terminaba de extender la cola del vestido.

—¿Cuánto tiempo lleva conociendo a Katya? —me aventuré a cuestionarle.

—Desde que era una adolescente —contestó.

—Entonces usted debe entregarme —dije, aferrándome a la idea de no caminar sola. No estaba segura de poder llegar al altar sin desmayarme antes.

Los guardias se miraron entre sí. Uno menos corpulento que el líder asintió con la cabeza, dándole el visto bueno. Sin más objeciones, se colocó a mi lado, me ofreció su brazo y comenzamos a caminar hacia la puerta.

Sentía las piernas flaquear a cada paso. Siempre había soñado con este momento: yo, vestida de blanco, del brazo de mi cuñado, mis compañeras de trabajo como damas de honor, mis sobrinos esparciendo pétalos, mi hermana mirándome con el orgullo de una madre… y Sandro, esperándome en el altar con la sonrisa que siempre lograba desarmarme.

Un nudo de hielo se instaló en mi garganta. Ahora, mientras avanzaba por el pasillo, solo veía rostros desconocidos, todos impecablemente refinados, un mar de extraños que me observaban como si fuera una pieza de exhibición. Al final del camino, mi futuro esposo aguardaba, estoico, sin dignarse a voltear.

Su silueta se dibujaba, imponente, gracias a la luz anaranjada del atardecer que se colaba por los vitrales emplomados de la capilla.

Cuando finalmente giró su rostro hacia mí, un destello cegador me impidió ver sus rasgos. Mis pasos se volvieron torpes, lentos; mis latidos martilleaban contra mis costillas, las piernas me flaqueaban y una tensión helada se apoderó de cada músculo de mi cuerpo.

—No… no puedo hacer esto —mascullé, las palabras apenas un susurro desesperado.

Mi acompañante, a mi lado, apretó su brazo con fuerza, obligándome a subir los escalones del altar. Su voz fue un chasquido seco: —Ya es tarde para arrepentirse.

Un zumbido ensordecedor llenó mis oídos, y en un abrir y cerrar de ojos, la multitud desapareció. Estaba sola, vulnerable, frente a él.

Con un movimiento pausado y delicado, levantó mi velo. Pude captar un lunar pálido asomándose entre el negro azabache de su cabello y el perfil afilado de su mandíbula.

Al descubrir mi rostro, me extendió la mano. No tuve el valor de mirarlo directamente. Solo pude sentir la suavidad de su mano y lo enorme que era, mientras rogaba, con todas mis fuerzas, que este tormento terminara. Mi mente, en modo de supervivencia, me forzó a actuar como un autómata.

Cuando llegó el momento crucial de los votos, mi mirada, renuente, se encontró con el ámbar líquido de la suya. Sus pestañas, ridículamente largas y tupidas, enmarcaban unos ojos de depredador; profundos, helados, pero con un brillo de calidez y una pasión que me desarmaron por un instante. Su mandíbula marcada por una perfecta barba se tensó, y una media sonrisa, apenas perceptible pero cargada de arrogancia, curvó un lado de sus labios. Era una belleza brutal, magnética, diseñada para doblegar voluntades.

Recité mis votos con la voz hueca, evitando a toda costa su mirada, forzándome a cerrar los ojos e imaginar que era Sandro a quien tenía frente a mí.

La iglesia parecía un escenario de teatro para la farsa que estábamos a punto de protagonizar.

—¿Lucio Montessori, aceptas por esposa a Katya Abramovich?

La voz del sacerdote se sintió como una descarga eléctrica, y justo en ese instante, el corazón se me heló en el pecho. Los apellidos que pronunció, tan poderosos, tan temidos, resonaron con una crudeza que me hizo saber que no había escapatoria. Me encontraba a punto de sellar mi destino, casándome probablemente con el heredero de la familia mafiosa más influyente, pero no solo eso: me habían obligado a ocupar el lugar de otra mujer, una que pertenecía a esa misma sociedad criminal, la misma que me arrebató a mis padres.

—Sí, acepto —respondió él, con una voz extrañamente firme, clavando sus ojos en los míos, como si quisiera leerme el alma mientras sostenía mis manos.

—¿Katya Abramovich, aceptas por esposo a Lucio Montessori?

La pregunta del sacerdote retumbó en mi mente. Mi silencio reinó, pesado, cargado de dudas. Me perdí en el ámbar de su mirada. Solo el fugaz ceño fruncido y esa mueca de impaciencia o nerviosismo me trajo de vuelta a la realidad.

—Sí, acepto —dije, desviando la mirada de inmediato, incapaz de sostener su intensidad. A partir de ahí, mi mente se desconectó, actuando por inercia.

Sentí la suavidad de su piel cuando deslizó el anillo en mi dedo. Su mirada se fijó en la mía con la rapidez de un rayo cuando notó el temblor incontrolable de mis propias manos al llegar mi turno de colocarle el suyo. Era un intercambio de promesas falsas y gestos forzados.

—Los declaro marido y mujer… ya puedes besar a la novia.

Nuestras miradas se fundieron de nuevo. Sabía de sobra que él no quería besarme; la tensión en su mandíbula lo delató, y la seriedad de su rostro gritaba su rechazo a esta unión.

Por la actitud de Katya sabía que ella tampoco ansiaba esto. Secretamente, me alegré, puesto que no pienso tener una noche de bodas con un desconocido.

O al menos eso creía hasta que, de repente, él actuó. Sin pensarlo mucho, sus enormes manos tomaron mis mejillas con una firmeza sorprendente. Miró mis ojos intensamente, luego mis labios, y volvió a mis pupilas. Lentamente, como si estuviera sopesando cada milisegundo, apagó el ámbar de su mirada y se inclinó para besarme.

No opuse resistencia. Simplemente cerré mis ojos y me dejé guiar por lo que, para mi sorpresa, era una maestría inesperada. Su lengua hizo arte con la mía, y la lentitud deliberada con la que me besaba hizo temblar algo más que mis manos. Quedé impactada por el poder de sus labios carnosos y suaves, por la profundidad de su beso, por el aroma embriagador de su piel, por el brillo de sus ojos y por ese lunar, ahora tan singular, justo en medio de su cabello negro asabache.

Su beso, hizo que mis manos se posicionaran en su pecho el cual era musculoso podía sentirlo a través de las telas, su corazón acelerado contrastaba con la suavidad de sus manos relajándose mientras descienden por mi espalda delicadamente para envolverme entre sus fuertes brazos. Su beso era intenso que por un instante disipó la imagen de Sandro. Instante que me hizo sentir la misma maravilla que siento al maquillar.

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