Segunda opción.

MILA.

Si el exterior era impresionante, el interior era aún más deslumbrante, como si la realeza misma hubiera dejado su impronta en cada rincón. Los ventanales enormes dejaban entrar la suave luz del sol, que jugaba con las cortinas resplandecientes.

—Por aquí, señorita —dijo un guardia, uno de muchos que parecían más numerosos de lo necesario para resguardar la mansión.

«Millonarios», pensé mientras subía las escaleras, mis pasos resonando suavemente en el elegante pasillo.

—Aquí es —anunció el guardia, abriendo la puerta con cortesía.

—Señorita Katya, ha llegado su estilista —informó, colocando mi equipo cuidadosamente al lado del tocador.

La novia, absorta en sus pensamientos frente a su vestido, apenas giró la cabeza para responder: —Bien, que nadie nos interrumpa, por favor. Ponte cómoda —añadió con una voz que intentaba ser amable, pero cargada de una melancolía inconfundible.

—Gracias —respondí, notando de inmediato sus ojos hinchados, indicios claros de que había estado llorando.

He trabajado con muchas novias antes y sé reconocer las lágrimas de felicidad. Pero esta no parecía una de esas ocasiones. A Katya la rodeaba una soledad pesada; ni su madre, ni hermanas, ni amigas estaban allí en un día tan importante.

Cuando se sentó, le pregunté suavemente si tenía alguna preferencia para el maquillaje y peinado. Con un suspiro apagado, pidió: —No, solo haz que me note feliz.

Sabía lo que tenía que hacer. Comencé limpiando su piel, aplicando suavemente cremas para calmar el enrojecimiento de sus párpados. Mientras trabajaba, sus ojos permanecieron cerrados, llenos de un silencio ensimismado. Usé tonos neutros, buscando resaltar la profundidad de su mirada para que contrastara su complejidad interior.

Todo marchaba bien, hasta que un ruido sordo reverberó por toda la casa, sacudiéndonos de nuestra burbuja tranquila. Unos segundos después, el inconfundible sonido de proyectiles cortó el aire, inundando el espacio con una ola de pánico que se extendió como fuego.

Me congelé en el acto. Ella, con sus enormes ojos azules, se abrió de repente, reconociendo el estruendo. Un miedo gélido me paralizó. Al instante, Katya se puso de pie, y el guardia que me había acompañado hasta ella abrió la puerta de golpe.

—Tenemos que sacarla de aquí —espetó el guardia. Mis latidos se dispararon, un tamborileo violento que distorsionaba cada sonido a mi alrededor.

De pronto, sentí una mano firme que aferraba la mía. Era Katya. Corrimos de la mano por los pasillos inmaculadamente blancos de la mansión.

Su bata ondeaba detrás de ella, una brizna de seda que parecía burlarse del caos. Con un pie descalzo y el otro calzado con una sandalia, me arrastraba con una mano mientras en la otra sostenía un arma. No tardó en usarla cuando unos hombres encapuchados nos interceptaron.

Los disparos resonaron, sordos y agudos, a mi alrededor. No sé en qué momento aparecieron más guardias ni cuándo Katya y su principal guarura me empujaron al suelo, escudándome con sus cuerpos. Con una maestría instintiva, recargaban y disparaban, el olor a pólvora llenando el aire.

—Estamos atrapados en la sala de juegos, necesito refuerzos —anunció el guardia por su auricular.

Justo en ese momento, Katya se quedó sin balas. Sin dudarlo, abrió un compartimento oculto en la mesa de billar. Extrajo un arma larga y, sin piedad, comenzó a disparar.

Todo se ralentizó para mí. Los segundos se hicieron eternos. Y en un abrir y cerrar de ojos, Katya se desvaneció frente a mis ojos.

—No —la voz del guarura se quebró, un eco desesperado en mis oídos—. Katya, despierta. Vas a estar bien, tienes que estar bien…

La bata de Katya se tiñó de un rojo carmesí intenso, un color que absorbía la vida en cada gota. Sus ojos, vacíos, se perdieron en la lejanía del techo blanco, mientras su muerte me arrastraba sin piedad al recuerdo de mis padres, caídos en medio de un tiroteo.

Era la misma escena, el mismo caos que volvía a envolverme. Mis oídos se ensordecieron por el ensordecedor estruendo de los disparos, y pronto, todo se nubló ante mí. El pánico me consumió hasta que mi conciencia se rindió.

Cuando desperté, estaba en la misma habitación donde Katya me había dado la bienvenida.

—Al fin despiertas —dijo el hombre que, hacía apenas unos minutos, había suplicado por la vida de Katya. Su voz era ahora fría y monótona. Decretó: —Ponte este vestido y maquíllate.

El shock me golpeó con fuerza.

—¿Qué? Está loco. No me pondré ese vestido. ¡Tiene que llevarme de vuelta a la ciudad! —exigí, pero mi voz temblorosa traicionaba el miedo que me consumía.

—Me temo que si no te pones este vestido estaremos muertos los dos. Y no pienso morir hoy —declaró con una voz exigente pero extrañamente pasiva, dejando su arma sobre una mesita.

En ese momento, otro hombre entró con un teléfono móvil y lo colocó en las manos del hombre que me amenazaba. Mi cuerpo no dejaba de temblar; por más que lo intentaba, no podía controlarme.

—Tienes una hermana muy hermosa Mila y unos sobrinos bastante encantadores —dijo él, deslizando el móvil hacia mí.

Mi corazón se detuvo al escucharlo decir mi nombre y aún más al ver la foto de mi familia. La comprensión me golpeó como un puñetazo en el estómago.

Estaba en un problema gigantesco y estos hombres no estaban bromeando. Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas, confirmando la cruda realidad.

—Tienes una elección: ponerte ese vestido y alargar tu estancia en esta vida, o negarte y convertirte en un cuerpo más entre las víctimas. Si eliges vivir, harás todo lo que yo te diga al pie de la letra para que a estos lindos chicos no les pase nada. Tú eliges.

Dentro de mis opciones, ninguna me favorecía; todas conducían al mismo abismo. El miedo me oprimía el pecho, pero me obligué a tragarlo y a suplicar una vez más, con la voz apenas audible:

—Solo quiero volver a casa.

Su respuesta fue un muro de indiferencia, frío y definitivo:

—Y lo harás, hasta que ya no te necesite.

La desesperación me empujó a mi siguiente argumento, una mentira o una verdad a medias, cualquier cosa que pudiera disuadirlo.

—No puedo desaparecer así como así, mi hermana me buscará —exclamé, aferrándome a la esperanza de que le importara.

Una sombra de burla cruzó su rostro.

—Eso lo podemos arreglar.

Intenté una última jugada, la carta más fuerte que tenía.

—Mi novio es policía, él me buscará —dije, tratando de sonar más segura de lo que me sentía, buscando una grieta en su impenetrable calma. Quería que al menos reconsiderara hacerme daño.

Pero él ni siquiera se inmutó. La indiferencia dio paso a una sonrisa maliciosa, una que me heló la sangre.

—¿Ah, sí?, pues deberías temerle más a él que a mí, linda —respondió, volviendo a ver su móvil. En segundos, me lo mostró.

Era una grabación. Mi hermana, inconsciente de todo, llegaba a casa con bolsas de mandado. Se me hizo un nudo en el estómago, una mezcla de terror y culpa. Su voz me susurró, cargada de una amenaza silenciosa: “El tiempo se agota, linda”.

Mi resistencia se desmoronó.

—Está bien, lo haré —finalmente cedí, tragándome la impotencia como un veneno.

—Asegúrate de parecerte a ella —ordenó, su tono volviendo a ser puramente transaccional—; en cuanto al color de tus ojos, solo diremos que usas pupilentes.

En cuanto él salió de la habitación, miles de ideas para escapar surgieron en mi mente, fugaces y desesperadas. Busqué mi móvil entre mis cosas, pero ya no estaba; debí imaginar que él lo tenía.

Salí al balcón para ver si tenía alguna opción, pero era inútil. El lugar era una fortaleza. Más hombres resguardaban el perímetro mientras otros llenaban una camioneta con lo que, con un escalofrío, reconocí como cuerpos.

«Mierda, maldito pelón», pensé, sintiendo el pánico escalar por mi garganta, intentando controlar unos nervios que amenazaban con traicionarme.

Al final, acepté mi destino, al menos por ahora. Respiré hondo, forzándome a la calma, y entré al baño para refrescar mi rostro y esconder las lágrimas.

Al salir, me senté en la silla que hacía un momento ocupaba Katya. Me maquillé de la misma forma que lo hice en ella, un ritual macabro de suplantación. Ondulé mi cabello, lo armé en un peinado bajo adornado con una trenza y, por último, era hora de ponerme el vestido, de convertirme en alguien que no era, en una víctima más de este retorcido juego.

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