Incienso y mentiras.

MILA

El beso forzado terminó, pero su cálido aroma permaneció cerca de mi rostro. De repente sus ojos, oscurecidos por una ira apenas contenida, me perforaron.

—¿Podrías quitar esa cara de funeral y fingir que me adoras, al menos por dos horas más?

Me aparté de él, instintivamente, sintiendo un escalofrío de repulsión por él y por lo que me hizo sentir. Pero la libertad fue efímera. El maldito guardia pelón me lanzó una mirada amenazante, una orden silenciosa: acércate a Lucio, tu esposo. Aunque, a decir verdad, en esta farsa, yo soy la esposa impostora.

Sin más remedio, como una marioneta, volví a tomar su mano. Él me miró, y una sonrisa perfectamente ejecutada se dibujó en sus labios. Le devolví el gesto, una mueca cargada de sarcasmo que esperaba que notara.

Salimos de la capilla, donde el aire todavía olía a incienso y mentiras, y nos dirigimos al opulento salón de la mansión.

Una vez dentro, Tony, el guardia de seguridad rompió su silencio para revelarme su nombre y los de algunos invitados en esta farsa social.

Me susurró la lista de invitados clave: Artur, el tío de Katya, y su hija Catalina, una víbora de ojos hambrientos que no perdía la oportunidad de devorar a Lucio con la mirada.

Tony me advirtió, con una severidad que mantuviera mi distancia de ellos. Y así lo hice, como un autómata. Después, me lanzó otra orden: —Ni se te ocurra hablar a solas con los americanos, los Reed.

Finalmente, conocí a la madrastra de Lucio, Sasha, una mujer cuya mirada rebosaba un rencor helado, como si yo fuera la usurpadora de algo que le pertenecía.

Pasé la mayor parte de la velada pegada a Lucio, y a su brazo que en más de varias ocasiones toqué sintiendo lo firme de sus músculos, una sonrisa congelada en el rostro mientras fingía amabilidad con los invitados, quienes, a su vez, parecían no estar muy contentos con esta unión.

Por fortuna, la celebración fue breve y sencilla. Aun así, teníamos que mantener la farsa del afecto. Cada vez que él me tomaba de la cintura, con una familiaridad que me revolvía el estómago, sentía una punzada de ansiedad.

La noche cayó, envolviéndome en una capa de preocupación. A esta hora, normalmente, ya estaría de vuelta en mi casa, preparándome para el único momento del día que me importaba: mi cita con Sandro.

En cambio, ahora me encontraba de la mano de Lucio Montessori, un adonis esculpido por la mano de Miguel Ángel, la perfección misma, un hombre ficticio hecho realidad. Era una lástima que tanta belleza estuviera corrompida por su apellido. El apellido del hombre más temido de la ciudad, Flavio, cuyo poder había terminado de golpe, un mes atrás, cuando anunciaron su muerte en el noticiero. Había sido asesinado a sangre fría junto a su hijo Fabricio, según la noticia.

Cansado del festejo, Lucio me arrastró hasta la salida trasera de la mansión. Salimos sin despedirnos de nadie, inmersos en un silencio que me carcomía de miedo.

Cuando llegamos al auto, él abrió la puerta e indicó con una mirada severa que subiera. Busqué a Tony con la mirada; él estaba a punto de abordar un coche detrás del nuestro y, con un asentimiento, me ordenó que obedeciera.

Subí al auto, y Lucio lo hizo detrás de mí. En cuanto el motor rugió, él se acomodó, aflojó su corbata y le dio un trago a la botella de whisky que tenía en la mano. Él simplemente me ignoraba mientras bebía, podía sentir su ira contenida, su frustración.

Tras varios minutos en un silencio incómodo, llegamos a una casa enorme, tan ostentosa como las mansiones que acabábamos de dejar. Lucio bajó del auto y me ofreció la mano. Agradecí el gesto, ya que el largo vestido entorpecía cada uno de mis movimientos.

Agradecí también la oportunidad de seguirlo sin que me dijera nada. Era como si fuera una sombra, invisible y silenciosa.

Subí las escaleras, siguiendo sus pasos. Él abrió la puerta y se adentró en lo que parecía ser el salón principal sin siquiera voltear a verme. Me detuve en la entrada, deslumbrada por la opulencia. El salón de la entrada era tan grande como la casa en la que vivía. Me perdí por un instante en ese pensamiento.

—No pienso cargarte, así que camina —ordenó, su voz un eco abrupto que me sacó de mi ensimismamiento. Y seguía sin entender por qué estaba molesto el día de su boda.

—Y no espero que lo hagas —refuté, cansada y harta ganándole al miedo. Lo miré con veneno, pasé de largo y subí las escaleras.

Una vez que di mis primeros pasos en el pasillo, me detuve, sin saber a qué habitación dirigirme.

—¿Qué? ¿Mi hermano jamás te mostró su habitación? —inquirió él, su mirada cargada de rencor.

«¿Su hermano?», me cuestioné a mí misma, pero la confusión era tan grande que ni siquiera me atreví a responder.

—¿O prefieres entrar en la mía? —invadió mi espacio personal, su voz baja y cargada de una intensidad que me hizo retroceder instintivamente.

Aprisionó mis brazos con fuerza, acorralándome contra la fría pared. Su mirada, afilada y penetrante, parecía querer perforar la mía, desenterrar cualquier debilidad. El corazón se me desbocó aún más cuando se inclinó, cargado de un rencor desnudo que habitaba en sus ojos.

No pude articular ni una sola palabra. Me quedé paralizada, naufragando en esos malditos ojos hermosos que, sin embargo, prometían tormenta, los mismos que juraban odiar a la mujer con la que se había casado.

La fuerza con la que me sujetaba era brutal, ejerciendo una presión dolorosa en mis hombros, lo que finalmente me obligó a empujarlo con desesperación por los hombros para intentar liberarme.

En cuanto lo hice, lanzó un quejido ahogado, profundo y gutural. Por un instante, creí que exageraba, quejándose de esa manera por un simple empujón, hasta que mi mirada cayó sobre su camisa. Una mancha oscura y húmeda comenzaba a expandirse, tiñéndolo de un rojo carmesí que se extendía con rapidez.

—Es… es sangre —murmuré, sintiendo que el aire se volvía pesado y difícil de respirar.

—Sí, y es roja —respondió con una mueca de dolor que intentó disimular, aunque la tensión en su rostro era evidente. Abrió la puerta a sus espaldas con el codo y entró en la habitación, deshaciéndose del saco que ya estaba inservible. —Entra.

Lo seguí al interior, mis ojos fijos en él mientras se quitaba la camisa manchada en sangre. La tela cayó al suelo, revelando la herida abierta cerca de su hombro y su escultural figura. Su abdomen estaba bien definido, sus hombros eran una fortaleza bien diseñada para albergar a cualquier criatura.

Sacó un maletín negro de primeros auxilios de un armario, tomó asiento y, con una determinación férrea a pesar de su condición, se inyectó algo en el brazo con una jeringa.

El dolor nublaba su juicio, pero su voz se mantuvo firme, cortando el silencio cargado de tensión cuando me dio las instrucciones:

—Toma esas pinzas las de punta fina. —Su mirada se clavó en la mía, intensa y demandante—. Voy a morder esto —señaló un trozo de cuero—, y tú vas a extraer la bala. Pero necesito que seas precisa y rápida. Si tocas el músculo de más, la hemorragia empeorará. ¿Entendido?

Me acerqué, mis manos temblando ligeramente. Al estar tan cerca, la crudeza de la escena me golpeó. Su piel, sudorosa, revelaba la tensión de sus músculos, y la herida abierta demandaba mi atención.

La proximidad forzada a pesar de su intensidad peligrosa, generaron una extraña e incómoda sensación de inquietud en mi interior.

Aparté la mirada de su torso y me concentré en la herida.

—Entendido —dije, mi voz apenas un susurro, lista para la difícil tarea que me había encomendado.

Sentía su mirada pesada y fija sobre mí, mientras mis manos temblaban, fingiendo hacer un delineado con una concentración de vida o muerte. El pulso me martilleaba en las sienes. La sangre, tibia y espesa, lo empapaba todo, dificultando la precisión entre mis dedos.

—Ve despacio —susurró su voz baja, era más una orden que una súplica.

—Silencio —mascullé. Echando un vistazo de nuevo a su agitado y escultural torso.

Justo después, con un tirón firme, logré extraer la bala de su hombro. El alivio fue un relámpago, pero antes de que pudiera registrarlo, la fatiga me golpeó como una ola. La cabeza me dio vueltas y, en menos de un segundo, la oscuridad me envolvió.

Cuando volví a la conciencia, me encontré suspendida en el aire en sus brazos. «termino cargandome». El mundo se mecía. Mi cabeza reposaba contra su piel desnuda, justo en su hombro izquierdo encima de donde la herida, ahora cubierta por un vendaje improvisado. Me había cargado como si no pesara nada, ignorando su propio dolor.

Recorrió el pasillo y me llevó a la habitación de enfrente. La puerta que supuse era la de su hermano mientras fingía seguir desmayada.

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