Estaba sentada en la cama, tratando de poner en orden mis pensamientos, cuando escuché la puerta abrirse.
Dean entró primero, con ese paso seguro que tenía incluso cuando no decía nada. Detrás de él apareció el médico. No lo conocía, pero bastó un vistazo para notar que era de esos hombres que siempre parecían estar de prisa, incluso cuando estaban quietos. Llevaba el maletín colgado de la mano y me observó con una mezcla de profesionalismo y curiosidad, como si ya estuviera analizando cada detalle de mi postura, de mi expresión, de mi silencio.
Yo me enderecé un poco, más por instinto que por educación.
Dean, en cambio, no se acercó. Se quedó junto al balcón, a medio camino entre la habitación y el exterior, apoyándose en el marco con los brazos cruzados. No dijo nada, pero su mirada era suficiente: quería que esto saliera bien. Quería que cooperara. Quería controlar cada segundo, aunque no interviniera directamente.
Sentí un pequeño nudo en la garganta, esa sensación incómoda que ap