Tras la trágica muerte de su hermana Aitana, prometida del poderoso Eric Harrington, la vida de Bianca se convierte en un infierno de culpa y desprecio. Ignorada por sus propios padres, quienes la responsabilizan de la tragedia, Bianca es forzada a un matrimonio arreglado con Eric Harrington para salvar el honor y las finanzas de su arruinada familia. El día de la boda, Eric sella su unión con una promesa cruel: nunca la tocará, recordándole cada día que ella no es la mujer que amaba. Sin embargo, una noche de dolor y confusión los une de una forma inesperada. Cuando Bianca descubre que está embarazada, Eric la acusa de infidelidad. Sola, Bianca debe enfrentar la verdad de su embarazo y realidad de que el hijo que espera pertenece al hombre que la odia, concebido en una noche que él no recuerda.
Leer másLos labios de Bianca temblaron incontrolablemente, y su corazón se detuvo en ese preciso instante, aplastado bajo el peso de la noticia. Estaba postrada en una cama de hospital, apenas consciente del dolor punzante en su brazo inmovilizado y los raspones en su piel. Esas heridas físicas eran insignificantes comparadas con la herida abierta en su alma: su hermana, Aitana, su persona favorita en la vida, había fallecido.
Un nudo doloroso creció en su garganta, y el desconsuelo se apoderó de cada fibra de su ser. ¿Por qué pasaban cosas tan crueles a las personas buenas? ¿Por qué Aitana, tuvo que morir y no ella, la chica torpe y a menudo invisible? Se cubrió el rostro con las manos temblorosas, y el llanto brotó de su pecho, un lamento desgarrador que nunca antes había proferido. —No, no es cierto, ella no está muerta. ¿Por qué has muerto? ¡Todo es mi culpa! —señaló, sin dejar de temblar, mientras su cuerpo entero se tensó hasta el límite. Las emociones se revolvían en un torbellino, y el remordimiento la apresaba sin piedad. No culpaba al conductor de aquel camión, cuya imagen apenas recordaba; en cambio, la aguja de su culpa se clavaba en sí misma por un simple deseo adolescente: haberle pedido a Aitana que la llevara al parque acuático. Una decisión trivial que se había convertido en el catalizador de una tragedia irreversible. Una enfermera de rostro cansado entró en la habitación y, al verla en ese estado de histeria, le pidió con voz suave que se calmara. Pero Bianca estaba más allá de la razón. Sus gritos resonaron en el silencio de la habitación, una descarga violenta de molestia, tristeza y la más pura desesperación. Era como si una parte esencial de su ser hubiera sido arrancada de raíz al saber de la muerte de su hermana. Cuando por fin logró respirar con normalidad, con pulmones doloridos y la garganta en carne viva, se levantó de aquella cama. Mientras tanto, en el pasillo, el colapso de Vivian fue devastador. La señora Bellerose se lanzó a los brazos de su marido, Bruno. Su hija favorita, Aitana, la brillante y prometedora, ya no estaba en este mundo. Ambos se fundieron en un abrazo desesperado, un intento fútil de aminorar un dolor que era tan feroz como un tigre hambriento y un resquemor que quemaba desde lo más profundo. —¿Por qué tuvo que morir, maldita sea, Bruno? ¡¿Por qué se tuvo que morir Aitana?! —clamó Vivian en medio de aquel pasillo poco transitado, su voz rota por el llanto—. Tenía tantas cosas por cumplir, tantos sueños. Dime que esta es una pesadilla de la que voy a despertar, por favor. Bruno no hacía más que acariciar la espalda de su esposa, el dolor ahogando sus propias palabras. Si por él fuera, habría hecho lo imposible por traer de vuelta a Aitana, habría negociado con el destino mismo. Pero solo podía sostener al amor de su vida, intentando consolarla, incluso cuando él mismo necesitaba desesperadamente un soporte, un pilar que lo mantuviera en pie. —Lo siento, Vivian... lo siento tanto —logró articular Bruno, su propia voz áspera por las lágrimas contenidas—. Tienes razón, Aitana no tuvo que haber muerto en ese accidente. No es justo. Mientras sus padres se lamentaban en su dolor compartido, Bianca los veía desde un lugar más oculto, paralizada con lágrimas en los ojos. Sintió una vez más el lacerante rechazo de parte de sus padres, la dolorosa e innegable certeza de que su vida no era tan valiosa, tan celebrada, como lo fue la de Aitana. Casi se ahogaba en su propio mar de lágrimas. Fue entonces cuando sus padres giraron en su dirección y la vieron, sus ojos inyectados en sangre fijándose en ella. Los ojos verdes de Vivian la atravesaron como una daga helada, y Bianca lo supo una vez más: era la culpable. —¡Tú! Tienes la culpa de que Aitana haya muerto —escupió Vivian, el veneno en sus palabras palpable. Bruno, que intentó detener y tranquilizar a su mujer, falló estrepitosamente cuando Vivian, ya frente a Bianca, la devoraba con sus acusaciones. —Mamá, lo siento tanto... lo siento mucho, mamá —fue lo único que salió de su estropeada garganta, una voz débil que apenas se sostenía en el dolor, una súplica ahogada. —¡Devuélveme a mi hija! ¡Haz que ella regrese! —insistía con vehemencia la mujer, ahora completamente fuera de sus cabales, sus manos crispadas. —Lo siento, mamá —repitió Bianca, con una voz apenas audible, mientras las lágrimas empañaban su visión. —¡No me digas así! No puedo ser la madre de una mocosa que ha matado a su propia hermana —la voz de Vivian era un látigo, cada palabra una herida. Bruno, viendo que la situación se descontrolaba por completo, se acercó y logró apartar a Vivian de su hija. —Es suficiente, ya basta. Vivian gruñó, lanzó una última mirada de odio puro a Bianca antes de marcharse. Bianca, tontamente esperanzada de que Bruno, de que al menos su padre, la abrazaría o le diría algo reconfortante, terminó recibiendo solo su gélida mirada de decepción antes de verlo marcharse también. Entonces, Bianca se desplomó sobre el suelo de ese pasillo frío, sintiendo que a nadie le importaba, que ella no era más que un estorbo, una sombra inútil. *** El día del funeral, el cielo se volvió de un gris plomizo, y el viento frío golpeaba su rostro con una crudeza que calaba hasta los huesos, incluso bajo las capas gruesas de su abrigo negro. Había muchas personas despidiendo a su hermana, una multitud de conocidos y amigos que compartían el luto por Aitana. Pero entre tantas personas, ella lo vio a él: Eric Harrington. Su porte era dominante, elegante y tan serio como siempre. Eric era el heredero de la familia Harrington, una familia poderosa, con mucha influencia. Su nombre era sinónimo de autoridad. Incluso ante la trágica muerte de su prometida, Aitana, Eric se veía indescifrable, una fortaleza inexpugnable de dolor contenido y fría resolución. Bianca desvió la mirada antes de que se encontrara con la poderosa intensidad de los ojos azulados de Eric, que, incluso bajo esas gafas oscuras, amenazaban con desestabilizarla por completo. Su corazón aún latía con rapidez y saltaba como loco en su pecho al recordar esa vez que fingió ser Aitana por petición de su propia hermana, una noche que ahora le parecía tan lejana, casi tres semanas atrás. Ahora, con todo lo que había pasado, se sentía terriblemente mal por haberlo engañado; él no tenía ni idea de aquella farsa. La sombría ceremonia concluyó, y las personas comenzaron a irse en silencio. Incluso sus padres ya se habían marchado, sumidos en su propio duelo, pero Bianca se quedó un poco más, mirando esa lápida con el nombre de Aitana que seguía pareciendo irreal, una cruel broma del destino. Cayó de rodillas en la hierba mojada, y el llanto, que había intentado reprimir, brotó de nuevo, incontrolable y convulso. De pronto, una enorme sombra se cernió sobre ella. Bianca dejó de llorar bruscamente y, antes de que pudiera intentar incorporarse por sí misma, él lo hizo por ella, levantándola con brusquedad y sin tacto. Su felina mirada azul, ahora despojada de las gafas oscuras, la acribilló, llena de un resentimiento gélido. —¿Por qué no has muerto tú? —la voz de Eric era un susurro gutural, cargado de veneno y dolor—. ¡¿Por qué ella y no tú, la mujer a la que amo?! Tú tenías que haber muerto, Bianca, no Aitana. Teníamos tanto por delante, un futuro planeado. Lo has destruido todo. Eres culpable de su muerte y deberás cargar con eso para siempre —señaló con rabia, cada palabra un dardo a su ya frágil corazón. Ella no pudo defenderse. Le temblaba todo el cuerpo, y se sentía más rota que nunca al ser señalada de esa manera, y para colmo, por la persona a la que había amado siempre en secreto, desde las sombras. Habría dolido menos un golpe físico que la crueldad de sus palabras. El odio en sus ojos era desmedido, incomprensiblemente profundo. El hombre rugió, un sonido animal de puro dolor y furia, y se fue, dejando a Bianca allí, observando su partida, antes de romperse por completo. Pensó que, lo más probable, era que no lo vería nunca más. Pero, ¡qué equivocada estaba!El tiempo pasó volando y, a pesar de las circunstancias, Bianca y Eric estaban muy emocionados por los cambios en su vida. La idea de vivir juntos los llenaba de una felicidad que no se podía medir. Se sentían listos para empezar de nuevo y planificar un futuro en familia. Eric, con el corazón lleno de esperanzas, había escogido un nuevo lugar para ellos. Un lugar para empezar desde cero, lejos de lo que una vez habían dejado a medias. Los mellizos, Olivia y Henry, eran los más emocionados. Ambos miraban a sus padres con los ojos brillantes. —¿El lugar a donde vamos tiene un patio enorme para jugar? —preguntaron. Eric y Bianca se miraron con una sonrisa. Les explicaron que había mucho espacio, que podrían correr y hacer muchas cosas en su nuevo hogar. Bianca también estaba ansiosa por conocer el sitio. Ese día, Eric manejó alrededor de una hora y media hasta que llegaron a una propiedad grande. Los portones se abrieron y, cuando ingresaron, Bianca no podía creer lo que estaba viendo
Días después, Eric estaba en su oficina, absorto en los planos de su nuevo proyecto. El diseño del complejo de edificios se desplegaba en su pantalla, un rompecabezas de líneas y ángulos que lo absorbía por completo. Era su forma de canalizar la ansiedad y el dolor en algo productivo, construyendo un futuro que se sentía tan sólido como el cemento. La puerta se abrió de repente y apareció su secretaria, Daniela Montero. Parecía preocupada, su rostro pálido y sus hombros tensos. —Señor Harrington —dijo, su voz era apenas un susurro—, lo están solicitando al teléfono. La formalidad en su tono, que solía ser tan alegre, le indicó a Eric que algo no andaba bien. Dejó el lápiz sobre el escritorio y tomó el teléfono que ella le ofrecía. —Soy el detective Smith —dijo una voz grave al otro lado de la línea—. Lo llamo para informarle que, con las pruebas que usted nos proporcionó y la confesión de los hombres que secuestraron a la señorita Bianca, hace cinco años y medio, hemos logrado re
Los días en el hospital habían sido los más largos en la vida de Bianca. Sentía que el tiempo se había detenido, cada minuto una eternidad lejos de sus hijos. Pero ahora, finalmente, el momento de la partida había llegado. Eric empujaba la silla de ruedas en la que ella estaba sentada, un gesto de amor y protección. El aire fresco del exterior le dio la bienvenida. La luz del sol se sintió como un bálsamo en su piel. El aroma a libertad, a vida, le llenó los pulmonos.Sin embargo, el rostro de Eric cambió drásticamente cuando vio a dos mujeres en su camino. Allí, a la par de su jefa Elara, se encontraba Clara. Eric saludó a Elara, quien, por cierto, ya estaba al tanto de su relación con Bianca. La mujer todavía se quedaba sorprendida, más aún al saber que tenían hijos en común. Por otro lado, Clara tenía los ojos llenos de lágrimas. Sostenía un ramo de flores, que extendió a Bianca.—Me alegra tanto verte recuperada —dijo Clara, con la voz ahogada por la emoción—. Estoy tan contenta
Tatiana se sentó en la silla de metal, la luz de la lámpara de techo rebotando en la mesa de acero. La habitación, con sus paredes grises y el aire frío, era un mundo alejado del lujo y la comodidad a los que estaba acostumbrada. Frente a ella, dos detectives la observaban, sus rostros serios y sus ojos evaluadores.—Señorita Tatiana Russo, la hemos arrestado bajo sospecha de secuestro, agresión y intento de asesinato. Los hombres que la ayudaron ya han confesado. Es mejor para usted que coopere —soltó el detective, su voz era tranquila, casi monótona.Tatiana soltó una risa seca, un sonido tan frío como la habitación.—No sé de qué me habla. No conozco a esos hombres. Yo no he hecho nada. Esto debe ser un error.El otro detective, se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa. Su voz era más dura.—Deje el show. Sabemos que usted ordenó que se llevaran a la señorita Bianca. Que les dio la orden de torturarla y que luego la dejaran ahí para que muriera.Tatiana, sin inmutarse
Capítulo 156Eric arrastró una silla y la colocó cerca de la cama, un ruido sordo que no le importó. Se desplomó sobre ella, sin importarle la hora, que ya era de madrugada, ni el cansancio que sentía. El pasillo del hospital, con su luz fría y su silencio opresivo, era un mundo lejano. Aquí, en la penumbra de la habitación, solo existía ella. El dolor físico que lo había consumido al pelear se sentía insignificante al lado del dolor emocional que le carcomía el alma.Tomó la mano de Bianca, sintiendo su piel fría y frágil. Solo ese contacto le daba la fuerza para seguir. Se sentía un fracaso. Había llegado a tiempo para salvarla, sí, pero no para evitar que la hirieran. Y mucho menos para salvar a su hijo, un hijo que no supo que existía hasta que se había ido para siempre. Las lágrimas, que había contenido desde que el doctor le dio la noticia, rodaron por sus mejillas.—Lo siento mucho, Bianca —susurró, con la voz ahogada por la emoción—. Debí protegerte, debí hacerlo mejor.Besó e
Una hora antes...Sacó su teléfono y, con manos firmes, marcó el número de la policía.—Necesito que envíen una patrulla y una ambulancia a la calle... Creo que hay un secuestro en un almacén abandonado. Dio su nombre y colgó. Solo entonces se bajó del auto. Abrió el compartimento del auto y sacó su arma de defensa personal. Su mente estaba clara. La puerta del almacén estaba entreabierta. Una voz grave y un grito amortiguado se filtraron. Era ella.La puerta se abrió de golpe bajo su empujón. El aire rancio del interior, cargado de polvo y humedad, lo golpeó en el rostro. Su mirada se fijó de inmediato en dos figuras corpulentas que se cernían sobre Bianca, tendida en el suelo. Un miedo frío y paralizante lo atravesó.—¡Aléjense de ella! —gritó, su voz era un trueno de pura ira.Los hombres se voltearon, sorprendidos. Uno de ellos soltó una risa burlona.—Vaya, vaya. Miren a quién tenemos aquí. El novio de la señorita —dijo, la burla en su voz era palpable.Eric no respondió. No iba
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