La mañana se filtraba por los ventanales de la mansión como una caricia dorada.
El aroma del café recién hecho y de panecillos tibios llenaba el comedor, mezclándose con el perfume tenue de las flores que Tiago había mandado traer la noche anterior y que ahora adornaban la mesa.
Jimena estaba sentada junto a la ventana, con el cabello recogido en una coleta alta y un vestido ligero color crema. Tenía en la mano una taza de porcelana, y sus ojos, todavía brillantes por lo vivido la noche anterior, se posaban una y otra vez en el anillo que captaba los rayos del sol.
Tiago, de camisa blanca arremangada y un aire relajado, le servía jugo de naranja. Cada gesto suyo era pausado, como si quisiera que esa mañana se estirara eternamente.
—No me acostumbro a verte así —dijo él, apoyando los codos en la mesa y sonriendo—. Tan… mía.
Jimena le devolvió la sonrisa, con ese rubor que él siempre lograba provocarle.
—Y yo no me acostumbro a que ahora todos sepan lo nuestro.
Él se inclinó para robarl