El amanecer se filtraba con timidez entre los ventanales del penthouse. La ciudad aún despertaba, con sus luces titilando como si se resistieran a apagarse por completo. El cielo, teñido de tonos coral y lavanda, parecía prometer un día distinto… o al menos, uno que no pasaría desapercibido.
Tiago estaba sentado en el borde de su cama, sin camisa, con los codos apoyados sobre las rodillas y el cabello alborotado por una noche inquieta. No había dormido mucho. En su pecho aún latía una mezcla de ansiedad y expectativa, como si cada pensamiento sobre ella —sobre Jimena— le impidiera cerrar los ojos por completo.
Recordaba el modo en que ella lo miró la última vez. Fría. Profesional. Imperturbable.
Y, sin embargo, sabía que algo en su mirada tembló.
—Te escondes detrás de esa perfección... —murmuró al aire, pasando una mano por su barba incipiente—. Pero ya empezaste a mirarme diferente.
Se levantó, cruzó la habitación hasta la ducha, y dejó que el agua caliente cayera sobre su piel. Mie