La noche envolvía la ciudad como una manta densa y silenciosa. Las luces de los rascacielos titilaban a lo lejos, frías, lejanas, como estrellas indiferentes. En lo alto de una colina, alejada del ruido y del tránsito, la mansión Dávila parecía un castillo de cristal, elegante, impoluto… y terriblemente vacío.
Jimena abrió la puerta con lentitud, dejando atrás la oscuridad del auto y entrando en otra oscuridad más íntima: la de su propia casa. Apenas cruzó el umbral, soltó un suspiro largo, cerró la puerta con un golpe suave y se quitó los tacones, uno a uno, deslizándolos sin fuerza. El mármol helado del piso le provocó un escalofrío que no era del todo físico.
El silencio era espeso, como una niebla invisible que lo cubría todo. Ningún sonido, salvo el eco lejano de sus pasos descalzos. Caminó hasta el comedor y se sirvió una copa de vino blanco. No encendió más que una lámpara baja del rincón. No quería luz. No quería claridad. Solo un poco de sombra que la ayudara a calmar el torb