Un año después.
El sol bañaba el jardín con una luz dorada y suave, como si quisiera bendecir cada rincón de aquella mañana de primavera. El aire olía a flores frescas, a césped recién cortado y a la fragancia ligera que desprendían las macetas de lavanda alineadas a lo largo del sendero de piedra. La brisa era cálida, pero juguetona, movía las hojas de los naranjos y hacía que los pétalos blancos que caían de los rosales se mecieran en el aire como copos de nieve de verano.
Jimena, vestida con un vestido largo de algodón color crema, caminaba lentamente por el jardín. Su cabello, más largo y con algunas ondas naturales, caía sobre sus hombros, y el brillo en sus ojos delataba que la felicidad se había vuelto costumbre en su vida. Sobre su vientre, redondeado y tierno, descansaban sus manos con un cuidado instintivo, como si con ese simple gesto pudiera proteger el tesoro que crecía dentro de ella.
Tiago la acompañaba, su mano derecha entrelazada con la de ella, y en la izquierda llev