Capitulo 5

La noche había caído sobre la ciudad, envolviendo los edificios con un manto de sombras y luces difusas. Desde los ventanales de la torre Dávila, las farolas titilaban como luciérnagas atrapadas en el concreto. En el piso ejecutivo, el silencio tenía el peso del lujo: era denso, pulcro, perfectamente contenido.

Jimena caminaba por el pasillo con el celular aún encendido en la pantalla de inicio, aunque no leía nada. Su bolso colgaba del brazo con un leve vaivén y sus tacones marcaban el ritmo de su retirada tardía. Eran las ocho y quince. Tarde para alguien que solía marcharse antes de que el reloj se acercara siquiera a la hora azul.

Cada paso resonaba entre los muros acristalados del despacho como si la misma torre la vigilara. El zumbido lejano del sistema de ventilación era lo único que competía con el eco de su andar. Afuera, la ciudad parecía un mural vivo de luces amarillas, azules y rojas. Adentro, solo quedaba ella... o eso creyó.

Presionó el botón del ascensor y se recogió un mechón de cabello tras la oreja, con gesto automático. Sus hombros tensos delataban la jornada. Sus labios estaban ligeramente mordidos de tanto contener palabras que no dijo durante el día.

El ascensor llegó con un ding casi imperceptible.

Las puertas se abrieron con ese sonido suave y elegante, como si hasta la máquina supiera guardar las formas.

Y ahí estaba.

Tiago.

Apoyado con una pierna cruzada por delante de la otra, chaqueta negra doblada con descuido sobre un brazo, el otro sosteniendo su celular mientras escribía algo... o quizás solo fingía hacerlo. Al verla, alzó una ceja. Su sonrisa fue lenta, torcida, tan insolente como hipnótica.

—Qué coincidencia —dijo con voz grave, guardando el móvil en su bolsillo—. Al parecer, hoy nos vamos juntos.

Jimena se detuvo un segundo. Sus ojos se entrecerraron. No respondió. Solo entró al ascensor con la mandíbula apretada, su perfume de magnolia y almizcle flotando entre ambos como una provocación involuntaria.

Las puertas se cerraron detrás de ellos. Y entonces... el silencio.

No uno cómodo. Si no denso. Lleno de electricidad estática, como el aire antes de una tormenta. Los metros cuadrados del ascensor parecían más pequeños de lo normal. El aire era más espeso. El roce de sus presencias se sentía como un campo magnético cargado de algo que ambos se negaban a nombrar.

Jimena mantuvo la mirada al frente, clavada en los números que descendían lentos.

33... 32... 31...

—¿Siempre se queda hasta tan tarde? —preguntó Tiago, sin molestarse en disimular que la observaba.

Ella inhaló sin responder. Luego, respondió sin mirarlo

—Hoy fue una excepción.

—Me gusta ver que la jefa también se sacrifica por la empresa —murmuró, apenas acercándose un paso, como si las paredes del ascensor lo empujaran a ella.

Jimena sintió el calor recorrerle la espalda. Algo en su tono... la irritaba. Y la excitaba.

Alzó la vista. Sus miradas se cruzaron.

Y justo en ese instante... Un tirón.

Un golpe seco y un zumbido metálico.

El ascensor se sacudió violentamente y se detuvo con un temblor sordo. Jimena perdió el equilibrio y cayó hacia adelante, directo contra él. Un gemido se le escapó, pequeño, contenido, femenino. Tiago la atrapó con firmeza, una mano en la cintura, la otra en la base de su espalda. Un agarre perfecto, protector... pero no inocente.

Sus cuerpos quedaron pegados.

Y el tiempo… simplemente se detuvo.

El aire se volvió denso, cargado de deseo contenido. Jimena sintió la firmeza de su torso contra sus pechos, el calor de su aliento cerca, el ritmo exacto de su corazón latiendo contra el suyo. Su perfume —maderado — la envolvía como un hechizo.

Sintió un estremecimiento nacerle en el vientre, ascenderle por la columna como una corriente tibia, peligrosa. Sus pezones se tensaron bajo la tela ligera de su blusa. La piel de su cuello ardía donde su respiración la alcanzaba.

No quería que la soltara. Pero lo necesitaba.

Tiago no habló enseguida. Solo la sostuvo... y bajó el rostro hasta su oído.

—¿Está bien?

La voz rasposa cerca, grave... vibró directo en su piel.

Jimena cerró los ojos un segundo. Un segundo. El suficiente para imaginar cómo sería si la besara allí mismo. Si no hubiera más límites. Si el deseo no fuera un delito.

—Estoy… estoy bien —respondió al fin, con voz entrecortada, apartándose con una rapidez que casi fue torpe.

El ascensor volvió a moverse. Las puertas se abrieron.

Jimena salió sin mirar atrás. Pero todo en ella gritaba. Todo.

Sus tacones resonaban como un tambor de guerra. Su respiración estaba desordenada. Su piel ardía. Cruzó el vestíbulo con paso acelerado y descendió al estacionamiento subterráneo.

Las luces blancas del lugar parpadeaban sobre el mármol gris. Subió a su coche. Cerró la puerta con fuerza. Las manos le temblaban al girar la llave. El motor rugió.

Y huyó.

La mansión estaba en silencio. Un silencio cargado. Expectante.

Jimena entró como un torbellino contenido. Dejó caer el bolso sobre el sillón de la entrada, se quitó los tacones con un movimiento brusco y subió las escaleras descalza. El suelo estaba frío. Su cuerpo, caliente.

Cerró la puerta de su habitación tras ella y se apoyó contra ella, jadeando suavemente.

Sintió que algo en su interior había despertado. Algo que no podía volver a dormir. Entró al baño, abrió la ducha y se desnudó con manos temblorosas.

El agua caliente le recorrió la espalda... pero no bastó. El fuego estaba dentro.

Las manos de Tiago seguían sobre su piel. Su voz en su oído. La sensación de su cuerpo duro contra el suyo. La forma en que la sostuvo… como si fuera suya. Como si lo supiera.

Apoyó la frente contra el mármol húmedo. Cerró los ojos y deseó.

—Esto no está bien —susurró, temblando—. No está bien...

Pero lo estaba. Porque por primera vez en años... estaba viva.

Mientras tanto, en su departamento, Tiago caminaba sin camisa por el espacio reducido pero moderno. Sirvió una copa de vino tinto, dejó caer la chaqueta sobre una silla y se apoyó contra el ventanal que daba a la ciudad.

Observó las luces con esa media sonrisa que solo mostraba cuando algo le salía justo como planeaba. Jimena había caído en sus brazos. Literalmente. Pero no fue el accidente lo que encendió su triunfo.

Fue la reacción.

El modo en que se aferró a él. El estremecimiento de su cuerpo. La forma en que se sonrojó. El jadeo. Las pupilas dilatadas. Las manos temblorosas. El corazón latiendo demasiado fuerte.

—Ya empezó a ceder —murmuró, bebiendo un trago lento.

No había vuelta atrás. Jimena Dávila había sentido. Había deseado. Y eso era todo lo que necesitaba saber.

La guerra había comenzado. Y él no pensaba descansar hasta verla loca de placer.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP