El sonido del motor rugía suavemente mientras el Porsche negro se deslizaba por las colinas de la ciudad, alejándose del concreto, del brillo artificial, de las miradas que lo seguían a diario. A cada kilómetro, la tensión urbana se diluía en un paisaje más sereno, donde los árboles altos filtraban la luna entre sus ramas y el silencio parecía tener un lenguaje propio.
Tiago conducía con una mano en el volante y una sonrisa apenas dibujada en el rostro. Una de esas sonrisas que no nacen de un chiste, sino de un pensamiento constante, obsesivo, que se ha colado bajo la piel sin pedir permiso.
Su destino era una casa de diseño moderno, construida entre desniveles de piedra y cristal. Techos planos, ventanales inmensos, madera pulida y vegetación cuidadosamente descuidada: un equilibrio entre sofisticación y libertad. Era uno de esos lugares que solo compartía con su círculo más cercano, lo poco que él consideraba íntimo.
Aparcó con calma, bajó del auto con una elegancia despreocupada y,