La mañana se desplegaba en tonos grises y fríos, como si el cielo supiera que alguien en el último piso de la torre Dávila estaba tratando de congelar un incendio.
Jimena llegó más temprano que de costumbre. Su conjunto negro era una segunda piel que exudaba poder. Los labios, teñidos de rojo carmín, contrastaban con la palidez de la mañana. El cabello, recogido en un moño bajo sin un solo cabello fuera de lugar, era una declaración silenciosa: estoy en control.
Su perfume flotaba en el aire antes que ella, más intenso de lo habitual. Como una advertencia o una armadura invisible que anunciaba que no se le debía tocar, ni con la mirada.
Diana, su asistente, la recibió con una sonrisa contenida y una pizca de atrevimiento en los ojos.
—¿Desea café… o algo más fuerte para esta mañana?
—Café —respondió Jimena, sin detenerse ni levantar la vista.
—¿Muy cargado? —añadió con picardía.
Jimena solo alzó una ceja. Esa sola expresión bastó para que Diana soltara una risita leve y desapareciera