Secuestrada a los tres años, Aria Blackwood, hija del rey Ardean Blackwood y la reina Seraphine, fue arrancada del Reino del Norte y de la manada real Luna Eterna, que domina los cinco territorios. Criada por Martha, una anciana amable y protectora, Aria creció creyéndose una loba común dentro de la manada Shadowcrest, sin sospechar su origen real. Con los años, comenzó a trabajar en la mansión del alfa, donde soportó las burlas y humillaciones de Rowan Hale, el heredero de Shadowcrest. Nunca imaginó que el destino la uniría a él de la manera más cruel: descubrió que Rowan era su compañero destinado. Pero en lugar de aceptarla, él la rechazó, cegado por el orgullo y por la ambición de su actual pareja. Desgarrada por el rechazo y la muerte de Martha, su única familia, Aria decide abandonar la manada. Su camino la llevará por tierras hostiles, donde conocerá a Neyra, una exiliada de espíritu feroz, y a Eidan, un guerrero errante que pondrá a prueba su corazón y su confianza. Mientras tanto, en el norte, el rey Ardean y la reina Seraphine siguen buscando a la hija que la luna les arrebató, sin saber que el destino comienza a guiarla de regreso. Pero su retorno no traerá solo esperanza… también despertará al Alfa Sombrío, una antigua fuerza que amenaza con envolver a todos los reinos en oscuridad. El destino de Aria está escrito bajo la luz de la luna: redescubrir su linaje, enfrentar su pasado y reclamar el lugar que le pertenece.
Leer másLa luna se alzaba majestuosa sobre los picos nevados de las Montañas. Su luz plateada bañaba los árboles, y entre ellos, una niña de ojos tan azules como el hielo reía mientras corría entre los brazos de su madre. El viento acariciaba su cabello negro, que parecía robar un trozo del cielo nocturno.
-Más alto, mamá, más alto -decía entre risas, estirando sus pequeñas manos hacia el aire.
Su madre, una mujer de cabellos negros y mirada dulce, la sostenía con ternura.
-No tan alto, mi pequeña, o terminarás tocando la luna.
Detrás de ellas, un hombre de porte imponente, con el aire inconfundible de un rey alfa, las observaba. Su presencia imponía respeto, pero ante su esposa y su hija, su mirada se ablandaba. Era el rey Alfa Ardean de la Manada Real de Luna Eterna, un nombre que evocaba fuerza y pureza entre todas las manadas del norte.
-Aria, deja que tu madre respire -bromeó, riendo mientras la pequeña corría hacia él-. Cada día estás más rápida, hija mía.
-Algún día seré tan fuerte como tú, papá -respondió ella con determinación infantil.
Él se inclinó, acariciando su cabeza con orgullo.
-Serás más fuerte, mi pequeña loba. Mucho más.
Esa noche fue la última vez que la risa de la niña resonó en los jardines del palacio.
Los recuerdos se desvanecían como humo entre sus sueños. A veces veía destellos -un anillo con el símbolo de la luna doble, el aroma de las flores blancas del jardín, el tacto cálido de unas manos que la arrullaban-, pero cuando despertaba, solo quedaba la nada.
Aria no sabía quién era.
No recordaba de dónde venía.
Solo sabía que la señora Martha la había encontrado una noche lluviosa, envuelta en una manta rota, al borde del bosque.
Durante años, Martha fue todo lo que tuvo. Aquella mujer de cabello gris y sonrisa amable la crió como a su propia hija, enseñándole a cocinar, a coser y a trabajar con esfuerzo. Vivían en una pequeña cabaña cerca del límite de la manada Shadowcrest, una de las más antiguas del territorio.
-Eres especial, niña -le decía Martha mientras tejía junto al fuego-. No sé de dónde vienes, pero tus ojos... tus ojos son los de alguien que ha visto la luna más de una vez.
Aria solía reír, pensando que eran solo palabras de cariño. Sin embargo, había algo en ella que no encajaba. Cuando las demás jóvenes del pueblo se transformaban por primera vez en lobas, la suya tardó más en despertar. Y cuando finalmente lo hizo, su lobo era distinto. No gris ni marrón como el de los demás, sino blanco como la nieve y con destellos plateados, un brillo imposible de ocultar.
-Nunca digas a nadie cómo es tu loba, ¿me oyes? -le advirtió Martha, con temor en los ojos-. La gente teme lo que no entiende.
Aria obedeció. Durante años, ocultó su verdadera naturaleza. Trabajaba en el mercado, ayudaba a los ancianos y cuidaba de Martha cuando su salud comenzó a decaer. Pero el destino, como siempre, tenía otros planes.
Semanas después, caminó hacia la mansión de Lucian Hale alfa de Shadowcrest, en busca de un mejor trabajo sin imaginar que allí su vida cambiaría para siempre.
La mansión era un edificio majestuoso, rodeado de columnas y vitrales que reflejaban el brillo lunar. En su interior, la jerarquía se respiraba en cada pasillo: los del linaje alto caminaban erguidos, los sirvientes bajaban la mirada. Aria fue recibida por la jefa de servicio, una mujer estricta llamada Helena.
-¿Tienes experiencia limpiando? -preguntó sin mirarla, mientras revisaba una lista.
-Sí, señora -respondió Aria con humildad.
-Bien. Habitación del ala este, tercer piso. No quiero que hables con los superiores, y menos con el hijo del alfa. ¿Entendido?
Aria asintió. No entendía por qué el tono era tan tajante, pero no tenía fuerzas para discutir. Lo que no sabía era que aquel nombre prohibido, el del hijo del alfa, pronto se volvería su condena.
El hijo del alfa se llamaba Rowan Hale.
Era alto, de cabello oscuro y ojos verdes que parecían esmeraldas bajo la luz del sol. Llevaba el orgullo de su linaje como una corona invisible, y todos a su alrededor lo trataban con una mezcla de respeto y miedo.
Aria lo vio por primera vez en el jardín de entrenamiento. Él practicaba con su grupo de guerreros, mostrando una fuerza que la dejó sin aliento. No solo era atractivo -de una forma ruda, casi salvaje-, sino que su presencia parecía dominar el aire mismo.
Sin embargo, no tardó en descubrir su otro lado. Rowan era arrogante, impaciente y cruel con quienes consideraba inferiores. Y ella, siendo una simple sirvienta, no tardó en convertirse en blanco de sus burlas.
-Oye, tú -dijo una tarde, mientras ella limpiaba los escalones del vestíbulo-. Te dejaste una mancha ahí.
Aria se giró, intentando limpiar más, pero el joven alfa la miraba con una sonrisa irónica.
-Ah, espera... creo que el problema no es la mancha, sino tus manos. ¿No te enseñaron a ser más cuidadosa?
Ella apretó los dientes.
-Lo siento, señor Rowan. No volverá a pasar.
Él chasqueó la lengua, disfrutando del poder que tenía sobre ella.
-Eso espero. No quiero que mi mansión parezca una pocilga.
Aria agachó la cabeza y siguió limpiando. No respondió. Pero algo en su interior ardía. No de rabia, sino de una mezcla confusa de humillación y atracción que no lograba entender.
Pasaron los días, y su relación se volvió una rutina silenciosa de órdenes, miradas y choques. Hasta que una noche, todo cambió.
Era luna llena.
El aire estaba cargado de energía y la manada se reunía para la cacería ritual. Aria había terminado sus labores y se retiraba al bosque cercano para liberar a su loba. No le gustaba transformarse frente a otros; prefería la soledad del silencio, lejos de miradas curiosas.
Pero esa noche, mientras la luna ascendía, escuchó pasos detrás de ella.
-Vaya... nunca pensé que las sirvientas también salían a cazar -dijo una voz conocida.
Rowan.
Aria se tensó.
-No estoy cazando. Solo... necesitaba respirar.
Él la observó con una mezcla de curiosidad y arrogancia.
-No deberías andar sola por el bosque. Hay criaturas peores que los lobos.
-Puedo cuidarme sola -respondió ella con firmeza.
Rowan sonrió, acercándose un paso más.
-Eres valiente... o insensata. No sé cuál de las dos.
Antes de que pudiera responder, una ola de energía los envolvió. Aria sintió un calor recorrerle el cuerpo, una sensación abrumadora que la hizo tambalear. Su respiración se aceleró, su corazón se agitó, y cuando levantó la vista, sus ojos se cruzaron con los de Rowan.
Un estremecimiento los recorrió a ambos.
El aire desapareció.
El tiempo se detuvo.
El vínculo.
Aria lo sintió con una claridad devastadora: aquel hombre arrogante, cruel y distante... era su mate.
Rowan también lo supo. Sus pupilas se dilataron, su respiración se volvió errática. Durante un instante, el alfa orgulloso pareció vulnerable.
-No... -murmuró, retrocediendo-. No puede ser.
Aria dio un paso al frente, confundida.
-Rowan, yo...
-¡No! -rugió, su voz cargada de rabia y miedo-. Esto no puede ser. ¡Tú eres una simple sirvienta!
El dolor atravesó a Aria como una daga.
-No elegí esto... -susurró con lágrimas contenidas-. No pedí ser tu mate.
Él la miró con desprecio, aunque en el fondo de sus ojos había desesperación.
-Tengo una vida, Aria. Tengo una pareja. Mi padre ya ha dispuesto mi unión con Lyanna, y no pienso arruinarlo todo por una coincidencia del destino.
-¿Coincidencia? -repitió ella con voz rota-. ¿Así llamas al vínculo de la luna?
-¡Sí! -gritó él, apartando la mirada-. Prefiero creer que es un error.
Aria sintió cómo algo dentro de ella se rompía. Su loba, en su interior, aulló de dolor.
-Si eso es lo que deseas... entonces considérame olvidada.
Así será.
Ella asintió con frialdad.
-Entonces no volverás a verme llorar por ti.
—Te rechazo. No eres digna de ser mi mate… Shadowcrest necesita una luna fuerte, implacable, que no se quiebre ante nada ni nadie.
—Acepto tu rechazo… y, al igual que tú, yo también te rechazo. No cederé ante quien intenta definir mi valor; mi fuerza no necesita tu aprobación.
Y sin decir más, se dio la vuelta, dejando atrás al hombre que la había marcado para siempre.
Rowan la observó, su mandíbula apretada, los puños tensos. Por un instante pareció querer detenerla, pero el orgullo pudo más.
Esa noche, Aria corrió bajo la luna con el corazón desgarrado. Su loba emergió con un aullido que hizo eco entre las montañas, un grito de pérdida y furia que resonó incluso en los bosques más lejanos.
El vínculo seguía vivo, latiendo bajo su piel, pero en su alma solo quedaba el vacío.
Mientras corría, los recuerdos perdidos comenzaron a arremolinarse en su mente: un castillo, un emblema de luna doble, una voz masculina llamándola "mi pequeña loba"... imágenes que no entendía, pero que encendían un fuego antiguo en su interior.
No sabía aún quién era realmente.
No sabía que la sangre de reyes corría por sus venas.
Solo sabía que había sido rechazada por su mate, y que el destino acababa de poner en marcha una historia mucho más grande que su dolor.
Bajo la luz plateada, la loba blanca siguió corriendo, perdiéndose entre los árboles.
Detrás de ella, en la distancia, Rowan observaba desde una colina, el pecho ardiendo y la mente en caos.
-¿Qué has hecho, Rowan? -susurró para sí mismo, con un nudo en la garganta.
Pero era demasiado tarde.
El vínculo se había roto...
y el destino apenas comenzaba a tejer sus hilos.
El amanecer apenas despuntaba cuando Aria abrió los ojos. Por primera vez desde su llegada a Ravendale, el silencio no la envolvía con miedo, sino con una calma extraña, casi engañosa. Miró a su alrededor; la tenue luz del sol se filtraba entre las cortinas, iluminando las partículas de polvo que danzaban en el aire. Buscó a Nerya, pero su cama estaba vacía.Se levantó, se lavó el rostro con el agua fría del cántaro y alisó su ropa antes de bajar las escaleras. El olor a pan recién horneado la guió hasta la cocina, donde encontró a Nerya ayudando a la posadera.—Oh, niña, ya despertaste —dijo la mujer, sin dejar de amasar—. Nerya me contó que no te sentías bien.Aria lanzó una mirada rápida a su amiga. Nerya le respondió con una seña casi imperceptible; ambas sabían que no debían mencionar lo ocurrido la noche anterior.—Ah, sí, pero ya estoy mejor —dijo Aria, fingiendo una sonrisa.La posadera la observó con una expresión difícil de descifrar. Por un momento, Aria creyó ver en sus oj
El amanecer las recibió con un cielo teñido de gris. Una neblina espesa cubría el bosque, como si la tierra respirara secretos que no debían ser oídos. Los árboles se alzaban más juntos, sus ramas entrelazadas como si intentaran ocultar algo. No se oía ni el murmullo del viento. Solo el silencio… un silencio demasiado vivo.Aria caminaba al frente, la capucha de su capa empapada por el rocío, ocultándole parte del rostro. A su lado, Nerya avanzaba con cautela, olfateando el aire cargado de humedad.—No huele a peligro —murmuró, aunque su voz carecía de convicción—. Pero tampoco huele a libertad.Aria no respondió. Desde hacía días vagaban sin descanso, sin un lugar seguro donde dormir ni alimento suficiente para mantenerse en pie. La lluvia había calado hasta sus huesos y el frío nocturno mordía su piel. Pero cuando la bruma se disipó y vieron el humo elevarse a lo lejos, ambas comprendieron que no podían continuar sin detenerse.El sendero las condujo hasta una aldea oculta entre col
La noche había caído con una frialdad que calaba hasta los huesos. El bosque susurraba entre ramas secas y sombras inquietas. Aria caminaba con pasos sigilosos, el manto de la oscuridad cubriendo su silueta mientras el viento arrastraba el olor a lluvia y tierra húmeda.No había comido en dos días. Ni siquiera Nyra —su loba interior— tenía fuerzas para quejarse.—Necesitamos descansar, Aria… —susurró Nyra débilmente—.Nuestro cuerpo no aguantará mucho más.—Lo sé —respondió ella en voz baja—, pero si dormimos a campo abierto seremos presa fácil.El sendero se abría entre las montañas, cubierto de hojas secas. A lo lejos, el ulular de un búho resonó como una advertencia. Aria se detuvo.Olfateó el aire.Algo… no estaba bien.Un olor a sangre y humo se mezclaba con el de los árboles.Se agachó y avanzó lentamente, hasta que la vio.Una joven estaba acorralada contra una roca, respirando con dificultad. Tres hombres la rodeaban con antorchas y cuchillos. Su cabello castaño brillaba bajo
El amanecer cubría el cielo de tonos dorados y fríos. Aria, con la mochila al hombro y un corazón hecho de ceniza y brasa, cerró la puerta de la cabaña por última vez. La brisa arrastraba el olor húmedo de los pinos y el eco distante de los lobos saludando a la nueva jornada. Pero para Aria, aquella mañana no tenía el brillo de un nuevo comienzo… sino el peso de un adiós.De pie frente a la vieja cabaña donde había vivido junto a Martha, observó por última vez las flores silvestres que crecían al pie del porche. Martha siempre decía que las flores eran como los lobos: resistían el invierno, se marchitaban, y volvían a florecer.Aria deseó que eso fuera cierto también para su corazón.Antes de irse, dejó una flor silvestre sobre la tumba de Martha y prometió en voz baja no fallarle. No iba a huir del dolor; lo llevaría como armadura y también como llaga que la recordara por qué debía ser fuerte.—No llores —susurró para sí misma, ajustando el bolso de cuero que había preparado días at
La noche había caído como un manto pesado cuando Aria cruzó el umbral de la cabaña. La nieve se pegaba a sus botas y al dobladillo del abrigo remendado; sus manos aún temblaban con el frío y con algo más antiguo, una tensión que le ardía por dentro. No fue capaz de sujetar el llanto en los primeros pasos: los sonidos de la mansión, la voz de Rowan, el desprecio —esa palabra, rechazo— se mezclaban con la imagen de la luna llena clavada en su pecho.Martha, sentada junto al fuego con una manta sobre las rodillas, alzó la vista al oírla entrar. La anciana ya no tenía la energía de antaño; los huesos parecían más frágiles, la respiración más corta. Aun así, al ver a Aria, su rostro se iluminó con una ternura que desarmaba. Fue la bienvenida más cálida que Aria había conocido. En un solo movimiento estuvo junto a la mujer, y por un instante todo lo exterior —la humillación, la rabia, la confusión— pareció desvanecerse entre las paredes de madera.—Ven, niña —susurró Martha, extendiendo la
La luna se alzaba majestuosa sobre los picos nevados de las Montañas. Su luz plateada bañaba los árboles, y entre ellos, una niña de ojos tan azules como el hielo reía mientras corría entre los brazos de su madre. El viento acariciaba su cabello negro, que parecía robar un trozo del cielo nocturno.-Más alto, mamá, más alto -decía entre risas, estirando sus pequeñas manos hacia el aire.Su madre, una mujer de cabellos negros y mirada dulce, la sostenía con ternura.-No tan alto, mi pequeña, o terminarás tocando la luna.Detrás de ellas, un hombre de porte imponente, con el aire inconfundible de un rey alfa, las observaba. Su presencia imponía respeto, pero ante su esposa y su hija, su mirada se ablandaba. Era el rey Alfa Ardean de la Manada Real de Luna Eterna, un nombre que evocaba fuerza y pureza entre todas las manadas del norte.-Aria, deja que tu madre respire -bromeó, riendo mientras la pequeña corría hacia él-. Cada día estás más rápida, hija mía.-Algún día seré tan fuerte com
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