Cenizas que no se apagan

La noche había caído como un manto pesado cuando Aria cruzó el umbral de la cabaña. La nieve se pegaba a sus botas y al dobladillo del abrigo remendado; sus manos aún temblaban con el frío y con algo más antiguo, una tensión que le ardía por dentro. No fue capaz de sujetar el llanto en los primeros pasos: los sonidos de la mansión, la voz de Rowan, el desprecio —esa palabra, rechazo— se mezclaban con la imagen de la luna llena clavada en su pecho.

Martha, sentada junto al fuego con una manta sobre las rodillas, alzó la vista al oírla entrar. La anciana ya no tenía la energía de antaño; los huesos parecían más frágiles, la respiración más corta. Aun así, al ver a Aria, su rostro se iluminó con una ternura que desarmaba. Fue la bienvenida más cálida que Aria había conocido. En un solo movimiento estuvo junto a la mujer, y por un instante todo lo exterior —la humillación, la rabia, la confusión— pareció desvanecerse entre las paredes de madera.

—Ven, niña —susurró Martha, extendiendo la mano temblorosa—. Siéntate junto a mí.

Aria se dejó caer a su lado y apoyó la cabeza contra el hombro arrugado de la anciana. El olor a hierbas, a lana vieja y a pan recién hecho llenó su memoria de niñez, de una seguridad que creía rota. No dijo nada al principio; las lágrimas le brotaron incontenibles, calientes, quemandole la garganta. Martha no preguntó. La envolvió con sus brazos débiles y la sostuvo como si la fuerza de su abrazo pudiera recomponer aquello que había partido.

—Cuéntame —pidió finalmente Martha, con voz suave. No había reproche en sus palabras, solo una curiosidad paciente y un amor que se había convertido en costumbre.

Aria respiró hondo y habló, atropellando las frases, dejando que las imágenes salieran sin orden: los jardines de la mansión, la voz de Rowan, la promesa de una unión ya dispuesta, el latido feroz en el momento en que sus ojos se encontraron, y luego la sentencia: “Te rechazo”. Cada palabra que decía era una daga que volvía a clavarse. Martha la escuchó sin interrumpirla, apretando sus manos entre las suyas, como sosteniendo el relato con la misma calma con que se sostiene una vela para que no se apague.

Cuando Aria terminó, con el llanto ahogado en la garganta, Martha la miró con ojos húmedos pero firmes.

—Lo siento, mi niña —dijo—. No hay dolor pequeño cuando te lo inflige quien debería protegerte… pero tampoco hay dolor que te quite la esencia. Tú sigues siendo tú.

—¿Cómo puedes decir eso? —Aria levantó la cabeza, enrojecida—. Me ha dicho que lo olvidara. Que ni siquiera soy digna de ser 

Martha dejó escapar una risa apenas audible, amarga y dulce a la vez.

—El orgullo es una venda, Aria. Cubre la vista y cierra los oídos. Rowan ha elegido una venda más gruesa que la mayoría. Pero el destino… —murmuró la anciana, tocando sus propios labios— la Luna tiene otras maneras de hablar. No me importa cómo lo llames: vínculo, destino, llamada. Es algo que está por encima de las palabras de los hombres.

En la penumbra del cuarto, la loba blanca de Aria —Nyra— aulló silenciosa. Era un eco interior, un grito que solo ella oía, pero Martha entendió. Extendió los dedos y rozó con cariño la mejilla de su hija.

—Tu loba lo sabe —dijo—. Nunca dudes de lo que tu sangre te dice.

Aria apoyó la frente contra la mano de Martha y dejó que la calma, rara y frágil, se asentara un instante en su pecho. La tormenta seguía rugiendo bajo su piel, pero en la cabaña había una tregua. Martha preparó una taza de té de manzanilla y se la acercó, obligando a Aria a beber, a tranquilizar sus latidos. Luego, ya con la voz en un tono casi confidencial, la anciana habló de cosas prácticas: vendas, medicinas, la cosecha.

—No puedes quedarte aquí sola para siempre —dijo Martha con el mismo tacto con que se trata una tradición. Sus dedos se entrelazaron con los de Aria—. Yo me estoy cansando, Aria. No es la enfermedad de un día; mis fuerzas se van apagando poco a poco. Y cuando falte… quiero que sepas lo que harás.

La chica la miró con pavor, con la certeza fría de aquello que ambas sabían pero evitaban nombrar.

—No… no quiero pensar en eso —murmuró—. Te necesito aquí.

Martha apretó su mano y sonrió, aunque hubo un temblor de dolor en esa sonrisa.

—Yo también te necesito —admitió—. Pero la necesidad no siempre gobierna la vida. A veces hay que obedecer lo que es justo. Si te lo digo es porque creo que tienes un camino más grande que limpiar las hudiciones y barrer las escaleras de otras casas.

Aria negó con la cabeza. Había prometido olvidar, y parte de su orgullo herido quería rendirse a esa promesa; otra parte, sin embargo, ardía con la curiosidad de saber por qué su loba brillaba distinto, por qué las memorias fugaces la tiraban hacia imágenes de un emblema lunar y un nombre que no podía distinguir.

—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó al fin, con voz rota—. ¿Por qué me salvaste si no era tu familia?

Martha suspiró y, con un esfuerzo, recostó la espalda sobre la silla mecedora. Guardó silencio un largo rato antes de responder, como si ordenara sus recuerdos.

—Porque estabas sola y era la única que podía darte un refugio —dijo—. Porque vi algo en ti, una chispa que no se apaga. Y porque, en mi juventud, juré que si alguna criatura se hallaba perdida bajo la luna, la ayudaría. No fue por linaje ni por sangre. Fue por humanidad.

Sus palabras no aplacaron la pregunta sin respuesta que Aria llevaba dentro, pero la inflamada rabia en su pecho se apaciguó con el calor de la verdad simple: Martha la quiso sin condiciones. Esa certeza fue un bálsamo.

Durante las siguientes semanas, la rutina de la cabaña fue una tregua: pan, té, la costura de los días. Aria hizo todo lo que pudo para aliviar la fragilidad de Martha. Compraba medicinas, recolectaba hierbas, cocinaba las sopas que la anciana toleraba. Cada gesto era un minúsculo acto de amor y de deuda.

Aun así, la enfermedad fue ganando terreno con lentitud implacable. Los huesos de Martha dolían más, la piel se volvía más translúcida bajo la luz, y los ojos, siempre vivos y curiosos, empezaron a perder su brillo. Aria pasó noches enteras en vela, velando su respiración como si pudiera retener la vida con su propia presencia.

—No me marcharé sin dejarte algo —murmuró Martha una madrugada, cuando la bruma plateada del amanecer se filtraba por la ventana—. Hay cosas que debes saber. No son grandes verdades, ni nombres con coronas. Son hilos. Hilos que te sostendrán cuando yo no esté.

Aria le sujetó la mano con fuerza.

—Dime, por favor.

Martha respiró con dificultad, pero su mirada fue firme.

—Te dije que había visto en tus ojos la luna —repitió—. No sé quiénes fueron tus padres. Solo vi un símbolo hace años, en el borde de una manta sucia que te cubría. Era un emblema doble: una luna abierta y otra cerrada, entrelazadas. En mi pueblo, un signo así  apenas se susurraba: pertenecía a la Casa de la Luna Eterna. Gente antigua lo recordaba como lo que queda de los reyes cuando la tierra todavía les obedecía.

Aria tragó en seco. Un nombre —o un resplandor— se prendió en el borde confuso de sus recuerdos, pero al alcanzarlo se disolvía como humo.

—Si eso es verdad —murmuró—, ¿por qué no me lo dijiste antes?

Martha sonrió con la cansada resignación de quien guarda un secreto para proteger.

—Porque yo no tengo pruebas. Porque alguien que no conoce la nobleza teme que tu cabeza se vuelva un blanco para cualquier ambicioso. Y porque quería que te hicieras fuerte, sin la carga de un apellido que te definiera. La gente se arrodilla por un título y luego te olvida. Quería que tu alma creciera antes que los nombres. Pero ahora… ahora no puedo cuidarte más. Y si alguna vez tu sangre te llama, no la ignores. No la confundas con orgullo.

Aria apretó los puños. La mezcla de rabia y gratitud que la habitaba era tan feroz que le dolía.

—Prométeme que no te irás —suplicó.

Martha apretó sus dedos con una ternura que parecía fuera del alcance de sus fuerzas.

—No puedo prometerte la eternidad, Aria. Pero te prometo una cosa: si alguna vez te hallas sola, busca la manada del norte. No como sirvienta por orgullo, sino por necesidad. Allí encontrarás trabajo y, quizás, respuestas. Prométeme que no perderás el ánimo.

Aria asintió con violencia, como si por el gesto pudiera retenerla.

—Te lo prometo —dijo.

Los días siguieron, un hilo de sol que se iba afinando hasta transformarse en invierno. Y la cabaña, que había sido un refugio, se volvió un espacio más pequeño en el que la enfermedad de Martha se manifestó en toda su crudeza. Hubo una mañana en que la anciana no se despertó con la misma facilidad. Su respiración era corta; sus dedos, más fríos. Aria la sostuvo como había hecho tantas veces, pero esta vez sabían que el final estaba cerca.

Martha abrió los ojos con lentitud, como si atravesara un umbral.

—No llores —susurró—. Has cumplido todo lo que una niña puede hacer. Has cuidado. Has amado. No te aferres a mis cenizas como si fueran un peso. Transforma ese amor en fuerza.

Aria sollozó, las palabras en su garganta sin camino.

—No sé cómo hacerlo sin ti.

La anciana sonrió, con la serenidad de la que ha vivido y ha amado; con la certeza de quien deja a alguien en capacidad de seguir.

—Ve a la manada cuando estés lista —dijo—. Y no olvides que la luna siempre ve, incluso cuando los hombres no quieren mirar.

Entonces Martha cerró los ojos. La respiración se fue deshilachando hasta apagarse. Aria, con un grito que fue más aullido que llanto, se inclinó y cubrió la boca de la anciana con sus manos, como si tentando retenerla físicamente pudiera evitar que la vida se deslizara lejos. Pero la quietud de Martha era ya la quietud definitiva. El fuego en la chimenea danzaba, indiferente, mientras la muerte dejaba un hueco imposible de rellenar.

Los días siguientes fueron un borrón de lágrimas, de velas, de vecinos que venían a presentar respetos. Hubo que preparar una fosa, enterrar manualmente, cantar viejas canciones —cantos de protección que Aria aprendió entre temblor y temblor—. Cada gesto era una despedida con la que su corazón se rompía en pedazos. Cuando por fin la tierra cayó sobre la caja de madera, Aria sintió que una parte de su mundo se había cerrado con esa tapa; pero otra parte, más profunda, se abrió, una grieta que aspiraba a algo más grande que la pérdida.

En la soledad que siguió, Aria recordó la promesa: la manada del norte. Martha la había nombrado como lugar de salvación y, en la penumbra, esa idea fue creciendo hasta convertirse en resolución. No era únicamente por la necesidad de dinero —aunque las deudas eran reales— sino porque ahora quedaba un vacío que debía llenarse con sentido. Si había pistas en aquel gran hogar sobre quién era ella, si el emblema que Martha había mencionado existía, debía ir. Porque ahora no tenía a nadie que la frenara, ni a quien cuidar.

Una noche, antes de partir, Aria encendió el pequeño altar que Martha había dejado: una fotografía borrosa de manos anónimas cosiendo, un pañuelo con el borde deshilachado, la manta con el símbolo que Martha había guardado en la memoria. Puso su palma sobre la tela y, por primera vez desde el rechazo, permitió que la determinación ocupara el lugar del llanto. Nyra aulló bajo la luna, una nota grave que parecía pedir continuidad.

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