Bajo la luna de partida

El amanecer cubría el cielo de tonos dorados y fríos. Aria, con la mochila al hombro y un corazón hecho de ceniza y brasa, cerró la puerta de la cabaña por última vez.  La brisa arrastraba el olor húmedo de los pinos y el eco distante de los lobos saludando a la nueva jornada. Pero para Aria, aquella mañana no tenía el brillo de un nuevo comienzo… sino el peso de un adiós.

De pie frente a la vieja cabaña donde había vivido junto a Martha, observó por última vez las flores silvestres que crecían al pie del porche. Martha siempre decía que las flores eran como los lobos: resistían el invierno, se marchitaban, y volvían a florecer.

Aria deseó que eso fuera cierto también para su corazón.

Antes de irse, dejó una flor silvestre sobre la tumba de Martha y prometió en voz baja no fallarle. No iba a huir del dolor; lo llevaría como armadura y también como llaga que la recordara por qué debía ser fuerte.

—No llores —susurró para sí misma, ajustando el bolso de cuero que había preparado días atrás—. No más lágrimas, Aria. Martha querría que siguieras adelante.

La muerte de la anciana había dejado un silencio que ni los aullidos nocturnos podían llenar. La casa olía todavía a las infusiones de hierbas que ella preparaba, a pan recién hecho, a cariño. Aria había enterrado a Martha junto al roble más antiguo del bosque, donde el sol alcanzaba justo su tumba al amanecer. Le prometió ser fuerte. Le prometió buscar su lugar en el mundo.

Ahora, con esa promesa como único impulso, cruzaba los límites de la manada Shadowcrest.

El aire cambió apenas dio el primer paso fuera del territorio. Era distinto, más denso, más salvaje. Como si el mundo la estuviera midiendo, observándola.

La loba en su interior, Nyra, se revolvía inquieta.

—¿Estás segura? —susurró su voz en la mente de Aria—. No sabemos qué hay allá afuera.

—No hay nada aquí para nosotras —respondió Aria mentalmente—. Rowan me dejó claro que no pertenezco a este lugar.

El recuerdo del rechazo la atravesó como una daga. Aquella noche seguía viva en su mente: las palabras frías, los ojos de Rowan evitando los suyos, la forma en que su pecho dolió cuando sintió el vínculo romperse.

“No eres digna de ser mujer mate, Aria”

Y luego… el silencio.

A veces pensaba que ese silencio dolía más que cualquier palabra.

Pero no se permitiría debilidad. No ahora.

Avanzó entre los árboles, dejando atrás el único hogar que había conocido.

El bosque era inmenso. Las sombras parecían moverse con vida propia, y el viento traía consigo olores que Aria nunca había percibido antes: lobos extraños, fieras, humanos. Cada paso la alejaba más del mundo que conocía, pero también la acercaba a una libertad que nunca había probado.

El primer día fue fácil. Se movía ligera, con el instinto de cazadora que Martha le había enseñado.

El segundo, comenzó el cansancio.

El tercero… el peligro.

Mientras buscaba un arroyo para beber, escuchó un crujido entre los matorrales. Su cuerpo se tensó de inmediato. Nyra gruñó dentro de ella.

—No estamos solas.

Aria olfateó el aire. No era lobo. No era humano.

Era algo distinto.

Cuando la figura emergió, su respiración se cortó: un cazador.

Llevaba una ballesta de plata y collares con colmillos como trofeos.

—Vaya, vaya… ¿qué tenemos aquí? —sonrió con burla—. Una loba joven lejos de su manada.

Aria retrocedió un paso, los ojos brillando con un destello azul sobrenatural.

—No quiero problemas —dijo con firmeza.

—Oh, pero yo sí —el hombre apuntó con la ballesta—. Las lobas solas valen más. Su piel… sus ojos.

El disparo resonó. Aria se lanzó al suelo, rodando, el proyectil silbó sobre su cabeza y se clavó en un tronco. Su cuerpo se transformó parcialmente: garras, reflejos más rápidos, sentidos agudos. Nyra rugió desde dentro, liberando su fuerza.

Saltó sobre el cazador, esquivando otro disparo. Con un movimiento ágil, derribó el arma de su mano.

—¡No vuelvas a tocar a ninguno de los míos! —gritó, con la voz mezclada entre humana y lupina.

Un golpe certero lo dejó inconsciente.

Temblando, Aria retrocedió, mirando sus propias manos aún cubiertas de pelaje blanco. Nunca había sentido tanto poder… ni tanto miedo de sí misma.

—Eso fue… increíble —dijo Nyra, jadeante—. Eres más fuerte de lo que crees, Aria.

—O más peligrosa —susurró ella, limpiando la sangre de su brazo—. No quiero hacer daño.

Esa noche encontró refugio en una cueva.

La lluvia caía sin cesar, y el frío se colaba por las rocas. Encendió una fogata pequeña con lo poco que tenía. El fuego proyectaba sombras que danzaban como fantasmas.

Sacó del bolso un pequeño colgante de plata, el único recuerdo que le quedaba de Martha. Dentro, una piedra azul que brillaba suavemente.

—Ojalá pudieras verme, Martha —susurró entre lágrimas—. Estoy intentando ser fuerte, como dijiste. Pero… tengo miedo.

Nyra guardó silencio. Era un miedo compartido.

En lo más profundo, algo antiguo latía en el alma de Aria. Como una melodía olvidada, una voz que la llamaba a la distancia.

Una voz que decía: “Vuelve a casa.”

Mientras tanto, en la manada Shadowcrest, la noticia de su partida se extendió como fuego entre los lobos.

—¿Qué quieres decir con que se fue? —rugió Rowan, lanzando la copa de whisky contra la pared.

El cristal estalló, pero nadie se atrevió a moverse.

George, su beta y  mejor amigo, tragó saliva.

—Alfa, la encontraron esta mañana… la cabaña vacía. Dejó una carta.

Rowan la arrebató de sus manos, los ojos ardiendo.

Reconoció la caligrafía de Aria: limpia, suave, triste.

> “Gracias por todo lo que alguna vez creí que tenía aquí. Pero ya no pertenezco a Shadowcrest.

Cuida bien de la manada, Rowan. No me busques.”

El joven apretó los puños.

—¿Por qué diablos haría algo así?

—Tal vez… porque tú la rechazaste —respondió George con cautela.

Rowan giró con furia.

—¡Eso no tiene nada que ver!

Pero sí tenía. Y ambos lo sabían.

Desde el día del rechazo, la manada había notado la tristeza en Aria. Y aunque Rowan intentó convencerse de que lo había hecho por “deber” o por su relación con Lyanna, la verdad era que desde entonces no dormía bien.

Soñaba con ella.

Con su olor.

Con su mirada azul.

—Envía exploradores —ordenó al fin, con la voz grave—. Quiero saber si cruzó los límites del territorio. Si le pasa algo, responderán por ello.

—Pero alfa, ella pidió que no la buscaras…

—¡No me importa! —interrumpió Rowan—. Nadie abandona Shadowcrest sin mi permiso.

George lo observó en silencio. Por primera vez, vio miedo en los ojos del heredero del alfa. Miedo a perder algo que ya había dejado escapar.

El viaje de Aria continuó durante días. Aprendió a sobrevivir cazando, escondiéndose y leyendo el bosque. Pero también aprendió que el mundo fuera de las manadas era cruel.

Una noche, encontró rastros de otra manada. No conocía el nombre, pero los símbolos grabados en los árboles advertían peligro: Lycans Salvajes, lobos sin líder ni honor.

Nyra gruñó dentro de su mente.

—No te acerques, huelen a sangre.

Aria se escondió detrás de una roca, observando. Tres lobos, transformados parcialmente, se reían mientras arrastraban el cuerpo de un humano.

Uno levantó la cabeza, olfateando el aire.

—Huele a loba joven… —gruñó.

Aria contuvo el aliento.

—Sal de ahí —dijo Nyra—. ¡Corre!

Sin pensarlo, se echó a correr entre los árboles, los licántropos detrás. El bosque se llenó de gruñidos, ramas rotas, pasos acelerados.

El corazón de Aria latía con fuerza, la adrenalina la empujaba. Pero eran demasiados.

Uno saltó sobre ella, derribándola al suelo.

El otro la sujetó del brazo.

—¿Qué hace una hembra sola por aquí? —se burló uno, con colmillos amarillentos—. ¿Huyendo de su manada?

—Suéltame —gruñó Aria, mostrando los dientes.

—Oh, tiene carácter. Me gusta…

De repente, un rugido estremeció el aire.

Un lobo negro, enorme, cayó sobre ellos con una fuerza brutal.

Los licántropos retrocedieron, sorprendidos.

—¡Atrás! —gruñó el desconocido, con ojos dorados.

Los otros dudaron, pero luego huyeron, perdiéndose entre los árboles.

Aria, jadeante, se apoyó en una roca.

—¿Quién… eres?

El lobo negro retrocedió, transformándose lentamente. Frente a ella quedó un hombre alto, de cabello oscuro y mirada seria.

—No importa —dijo, extendiéndole una mano—. Si quieres seguir con vida, no te quedes aquí.

Aria lo observó con desconfianza, pero aceptó.

El hombre asintió y la guió por un sendero estrecho entre las montañas.

—Los caminos son peligrosos para una loba sola —añadió—. ¿No tienes manada?

—La tenía —respondió Aria, bajando la mirada—. Ya no.

Él la miró de reojo.

—Entonces estamos iguales.

A la mañana siguiente, cuando despertó, el extraño ya no estaba. Había dejado junto al fuego una pequeña daga y una nota:

> “El norte es más seguro.

Cuida de ti, loba de ojos azules.”

Aria sonrió apenas. Por primera vez en días, sintió algo de esperanza.

Apretó el colgante de Martha en su mano.

—Seguiré, Martha. Lo prometo.

De vuelta en Shadowcrest, Rowan se asomó al borde del acantilado que marcaba el límite de su territorio.

El viento le golpeaba el rostro, trayendo un aroma que reconocería entre miles: jazmín y bosque húmedo.

Cerró los ojos.

—¿Dónde estás, Aria? —susurró, con un nudo en la garganta que no se atrevía a admitir.

Pero las estrellas no respondieron.

Solo el eco lejano de un aullido, profundo y melancólico, cruzó la noche.

Y aunque Rowan no lo sabía…

era el de Aria.

Libre, perdida, y cada vez más cerca de descubrir quién era en realidad.

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