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La Aldea de los Ecos Silenciosos

El amanecer las recibió con un cielo teñido de gris. Una neblina espesa cubría el bosque, como si la tierra respirara secretos que no debían ser oídos. Los árboles se alzaban más juntos, sus ramas entrelazadas como si intentaran ocultar algo. No se oía ni el murmullo del viento. Solo el silencio… un silencio demasiado vivo.

Aria caminaba al frente, la capucha de su capa empapada por el rocío, ocultándole parte del rostro. A su lado, Nerya avanzaba con cautela, olfateando el aire cargado de humedad.

—No huele a peligro —murmuró, aunque su voz carecía de convicción—. Pero tampoco huele a libertad.

Aria no respondió. Desde hacía días vagaban sin descanso, sin un lugar seguro donde dormir ni alimento suficiente para mantenerse en pie. La lluvia había calado hasta sus huesos y el frío nocturno mordía su piel. Pero cuando la bruma se disipó y vieron el humo elevarse a lo lejos, ambas comprendieron que no podían continuar sin detenerse.

El sendero las condujo hasta una aldea oculta entre colinas bajas, abrazada por un pequeño río que bordeaba las casas como una serpiente de cristal. Era un lugar modesto: construcciones de madera oscura, techos de paja, y el olor a hierro y pan recién hecho flotando en el aire. Desde lejos, se oían risas… pero sonaban extrañamente huecas, como ecos que no pertenecían del todo al presente.

—Quizá aquí podamos quedarnos unos días —dijo Aria con cautela.

—Si no nos echan antes —replicó Nerya, encogiéndose de hombros.

Atravesaron el puente de piedra y entraron. Los aldeanos las observaron con curiosidad, sin hostilidad, pero con una quietud inquietante. Un hombre de barba canosa —el herrero, por su olor a metal y fuego— les indicó una posada al final del camino principal.

El aroma a sopa caliente y pan recién horneado las envolvió en cuanto cruzaron el umbral. La posadera, una mujer de cabello rizado y sonrisa amable, las recibió sin hacer preguntas.

—Viajamos de paso —explicó Aria con serenidad—. Solo buscamos descansar unos días.

—Pueden quedarse —respondió la mujer con naturalidad—. Aquí, en Ravendale, nadie pregunta de dónde viene cada quien… mientras no traigan problemas.

Nerya soltó una risa breve ante la franqueza de la mujer. Subieron a la habitación que les ofreció: dos camas, una ventana pequeña y una jarra de agua limpia. Nada lujoso, pero para Aria era lo más parecido a un hogar desde que abandonó Shadowcrest.

Aquella noche durmió profundamente, por primera vez en semanas.

El amanecer siguiente trajo una calma engañosa. Desde la ventana, Aria contempló la vida del pueblo: niños jugando, hombres cargando sacos, mujeres intercambiando pan por lana. Todo parecía en armonía… pero algo no encajaba. Las sonrisas eran amplias, sí, pero sus ojos… sus ojos estaban vacíos.

Decidió salir a caminar. Fue entonces cuando lo vio.

Un joven estaba sentado junto al río, tallando madera con una navaja. Sus ropas eran simples pero limpias, y su cabello castaño oscuro le caía sobre la frente. Tenía los ojos color miel, tan vivos que contrastaban con la quietud del lugar, aunque en el fondo de su mirada se adivinaba un cansancio que Aria reconoció: el de quien carga un secreto demasiado pesado.

—Nunca te había visto por aquí —dijo el chico sin levantar la vista—. ¿Eres una viajera?

—Podría decirse —respondió Aria, manteniendo cierta distancia—. Solo estoy de paso.

Él sonrió levemente.

—Soy Eidan. Vivo al otro lado del río… aunque “vivir” quizá no sea la palabra correcta. Me las arreglo para no aburrirme.

Aria arqueó una ceja, intrigada.

—¿No eres de la aldea?

—No exactamente —replicó él, clavando la navaja en la madera—. Digamos que no todos los que están aquí pueden irse. Pero tú… tú todavía puedes hacerlo.

Esa frase la dejó helada. Antes de que pudiera preguntar qué quería decir, Nerya apareció con una canasta de pan y frutas.

—¿Quién es este? —preguntó, desconfiada.

—Eidan —respondió él con serenidad—. Solo un chico que intenta no morir de aburrimiento.

Nerya lo observó con atención. Su loba interior se mantenía alerta, aunque no detectó peligro. Sin embargo, su aroma era extraño. No olía como un humano, ni tampoco como un lobo. Era una mezcla que desafiaba toda lógica.

—No confío en los desconocidos que sonríen demasiado —dijo ella.

—Entonces no confíes en mí —contestó Eidan sin perder la calma—. Pero si piensan quedarse aquí, tengan los ojos abiertos. Este lugar no es tan amable como parece.

Las palabras quedaron flotando en el aire, densas, pesadas. Aria sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Los días siguientes transcurrieron en aparente calma. Ayudaban en la posada, trabajaban por comida y techo, y los aldeanos empezaron a tratarlas con familiaridad. Sin embargo, había zonas a las que nadie se acercaba: una vieja casa en ruinas junto al bosque y una torre abandonada más allá del río.

Lo más inquietante era lo que ocurría cada noche.

Cuando el sol se ocultaba, la aldea se sumía en un silencio absoluto. Las calles quedaban vacías, las puertas cerradas, las ventanas selladas. Parecía como si todos se convirtieran en prisioneros de una fuerza invisible cuando caía la oscuridad.

Desde la ventana de su habitación, Aria y Nerya observaban aquello noche tras noche. A veces escuchaban pasos afuera, o un aullido que no provenía de ningún lobo conocido. Una de esas noches, vieron criaturas moverse entre la niebla: sombras con forma de lobo, envueltas en humo, flotando sobre el suelo como espectros.

—¿Viste eso? —susurró Nerya.

—Sí… —respondió Aria sin apartar la mirada—. ¿Qué son esos seres?

—No lo sé, pero esto no me gusta nada.

Aria calló, aunque en su pecho sentía el mismo temor. Esa aldea, tan tranquila bajo la luz del día, ocultaba algo monstruoso en la oscuridad.

Las criaturas seguían apareciendo, cada noche más cercanas. Entre ellas, una figura destacaba: un enorme lobo negro, de ojos rojos, que recorría las calles como si buscara algo… o a alguien.

La curiosidad —y el miedo— las llevó de nuevo al río. Sabían que Eidan estaría allí.

—Creí que ya no estaban aquí —dijo él al verlas.

—Como ves, aquí seguimos —replicó Nerya—. Queremos respuestas.

—Qué mal —dijo con un suspiro—. Están desperdiciando la oportunidad de irse antes de que sea tarde.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Aria.

Eidan no respondió. Sus ojos se desviaron hacia algo detrás de ellas. Al voltear, Aria vio al herrero observándolas desde la distancia, con una expresión imposible de leer.

—Será mejor que me vaya… y ustedes también —murmuró Eidan.

—¡Espera! No has respondido —insistió Aria.

—Lo siento —dijo con voz baja, sin apartar la vista del herrero—. Hay cosas que no se pueden decir frente a ciertas personas.

Y sin más, se alejó entre la niebla hasta desaparecer.

De regreso a la posada, el herrero las siguió con la mirada. Cuando pasaron junto a él, murmuró algo con voz grave:

—No deberían buscar lo que no se les ha perdido.

Ambas se detuvieron, pero al girar, el hombre ya no estaba. Había desaparecido como un espectro.

Esa noche, la figura del lobo negro volvió a aparecer frente a la posada. Aria fue la única que lo vio. Estaba allí, inmóvil, observándola. Sus ojos rojos brillaban con un fulgor antinatural. Por un instante, sintió que la mirada de la criatura se clavaba en su alma. Un frío punzante le recorrió el cuerpo.

Retrocedió, temblando, y se cubrió con una manta, intentando ahogar el miedo que la consumía.

Nerya despertó sobresaltada al sentirla temblar.

—Aria, ¿qué pasó?

—Lo vi… esa figura oscura. Estaba aquí, frente a la posada.

—¿Por qué no me despertaste?

—No quise molestarte… estabas dormida.

—Debiste hacerlo —dijo Nerya, asomándose por la ventana—. ¿Pasó algo más?

—Levantó la cabeza… me miró directamente. Su mirada me heló el alma.

Nerya buscó la figura, pero ya no estaba. La noche volvía a estar quieta, como si nada hubiera ocurrido. Se volvió hacia Aria, que seguía temblando bajo las mantas.

—Aria, debemos descubrir qué es esa cosa.

—Sí… pero también debemos seguir el consejo de Eidan. Tenemos que salir de aquí. No me siento segura.

—Mañana hablaremos con él y nos iremos.

—Espero poder salir sin problemas…

—Tranquila. —Nerya le tomó la mano—. Nada nos detendrá.

El silencio volvió a envolverlas. Intentaron dormir, pero en el aire aún flotaba la sensación de que algo, o alguien, las observaba desde la oscuridad.

Y esa noche, la aldea volvió a quedar muda…

como si respirara a través del miedo.

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