Ecos del exilio

La noche había caído con una frialdad que calaba hasta los huesos. El bosque susurraba entre ramas secas y sombras inquietas. Aria caminaba con pasos sigilosos, el manto de la oscuridad cubriendo su silueta mientras el viento arrastraba el olor a lluvia y tierra húmeda.

No había comido en dos días. Ni siquiera Nyra —su loba interior— tenía fuerzas para quejarse.

—Necesitamos descansar, Aria… —susurró Nyra débilmente—.

Nuestro cuerpo no aguantará mucho más.

—Lo sé —respondió ella en voz baja—, pero si dormimos a campo abierto seremos presa fácil.

El sendero se abría entre las montañas, cubierto de hojas secas. A lo lejos, el ulular de un búho resonó como una advertencia. Aria se detuvo.

Olfateó el aire.

Algo… no estaba bien.

Un olor a sangre y humo se mezclaba con el de los árboles.

Se agachó y avanzó lentamente, hasta que la vio.

Una joven estaba acorralada contra una roca, respirando con dificultad. Tres hombres la rodeaban con antorchas y cuchillos. Su cabello castaño brillaba bajo la luz del fuego, y sus ojos grises, llenos de furia, no mostraban miedo.

—Miren eso —rió uno de los hombres—. Una loba solitaria.

Podríamos vender su piel por un buen precio.

—Tóquenme y se arrepentirán —gruñó la joven, mostrando colmillos.

Aria no lo pensó.

Su cuerpo se movió antes de que Nyra terminara de advertirle.

Saltó sobre el cazador más cercano, golpeándolo con fuerza. El segundo apenas alcanzó a girarse antes de recibir una patada en el pecho. El tercero lanzó su antorcha hacia Aria, pero ella la esquivó y la usó contra él. En segundos, los hombres huyeron entre los árboles, dejando tras de sí olor a miedo.

Aria respiraba agitadamente, con el corazón desbocado.

La joven  la miró con desconfianza, a la defensiva.

—¿Por qué me ayudaste? —preguntó, con voz firme.

—Porque no soporto ver injusticias —respondió Aria, aún con el pulso acelerado.

La otra ladeó la cabeza.

—No eres de aquí, ¿verdad?

—No. —Aria suspiró—. Solo estoy de paso.

La joven la observó unos segundos más y finalmente bajó la guardia.

—Soy Nerya —dijo, limpiándose la sangre del labio—. No suelo aceptar ayuda… pero supongo que te la debo.

—Aria —respondió ella con una débil sonrisa—. Y no me debes nada.

Nerya esbozó una media sonrisa, cansada.

—Si vas hacia el norte, hay un viejo refugio cerca del río. Es seguro… más o menos. —Hizo una pausa, mirando la herida del brazo de Aria—. Ven, te curaré.

—Puedo hacerlo sola.

—Claro, como yo podía sola contra tres hombres —replicó Nerya con sarcasmo—. Anda, loba terca, antes de que te desangres.

Aria soltó una risa mínima. Aquella chica le recordaba un poco a sí misma: orgullosa, testaruda, pero con fuego en los ojos.

El refugio era una cueva profunda, oculta entre enredaderas. En el interior había una fogata encendida y restos de hierbas secas. Nerya se movía con soltura, preparando una mezcla medicinal.

—¿Vives aquí? —preguntó Aria, observando el lugar.

—Vivir es una palabra grande —respondió Nerya, mientras molía las hojas—. Digamos que sobrevivo aquí.

Aria se sentó cerca del fuego, extendiendo el brazo herido.

—¿Quiénes eran esos hombres?

—Cazadores. Se han multiplicado últimamente. Odian a los nuestros… y a todo lo que huela a diferente.

—¿Los nuestros? —repitió Aria con cautela.

—Lobos. —Nerya levantó la vista—. Puedo olerlo en ti, aunque lo ocultes bien.

Aria se tensó.

No todos los lobos eran amigos, y en aquel mundo, confiar podía costar caro.

—No tienes por qué tener miedo —añadió Nerya, adivinando sus pensamientos—. Si quisiera hacerte daño, no te habría traído aquí.

—Lo sé —murmuró Aria—. Solo… hace tiempo que no hablo con nadie de los nuestros.

Nerya aplicó la pomada sobre la herida, y Aria sintió un leve ardor.

—¿De qué manada vienes? —preguntó ella.

Aria bajó la mirada.

—De Shadowcrest.

Nerya arqueó una ceja.

—¿Shadowcrest? ¿La manada del sur?

—Sí.

—Vaya. No me sorprende que hayas huido. Esos lobos creen que la luna brilla solo para ellos.

—No huí. Me fui porque ya no tenía a nadie allí.

Nerya guardó silencio por un momento.

—Yo tampoco —dijo finalmente—. Fui exiliada hace un año.

—¿Por qué?

Nerya soltó una risa amarga.

—Porque cuestioné al alfa. Al parecer, pensar diferente es traición.

Sus ojos grises se iluminaron con el reflejo del fuego.

—Mi manada se llamaba Ironfang. Fuimos poderosos, hasta que la ambición del alfa nos destruyó. No me arrepiento de haber hablado… pero desde entonces, vivo sola.

—Lo siento —murmuró Aria con sinceridad.

—No lo sientas. —Nerya se encogió de hombros—. La soledad tiene ventajas. Nadie te dice qué hacer, ni te rompe el corazón.

Aria bajó la vista al suelo, recordando a Rowan.

—Sí… eso último lo entiendo.

Durante los días siguientes, Aria y Nerya compartieron el refugio.

Cazaban juntas, hablaban poco, pero aprendieron a entenderse sin necesidad de palabras. Nerya era rápida, fuerte y sabía orientarse por las estrellas. Aria, en cambio, tenía un instinto casi sobrenatural para detectar el peligro antes de que ocurriera.

Eran diferentes, pero complementarias.

Una noche, mientras el fuego crepitaba suavemente, Nerya rompió el silencio.

—No sé qué te trajo aquí, Aria… pero sé que no es solo el deseo de libertad.

Aria dudó un instante antes de responder.

—Perdí a la única persona que amaba.

—¿Murió?

—Sí… y fui rechazada por el único que creí que me veía de verdad.

Nerya la miró, seria.

—El rechazo de un compañero destinado no es cosa pequeña.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque también lo viví —confesó Nerya con un suspiro—. Mi compañero eligió el poder antes que a mí. Me denunció al alfa por traición.

Un silencio pesado se instaló entre ambas. Luego Nerya sonrió con tristeza.

—Supongo que por eso te entiendo. Somos lobas que ya no creen en los cuentos de luna y destino.

—Quizás —dijo Aria—. Pero no quiero que ese dolor me defina.

—Entonces estás más cerca de sanar de lo que crees.

El amanecer siguiente trajo consigo otro tipo de prueba.

El aire estaba tenso, y los pájaros guardaban silencio.

Nyra gruñó en la mente de Aria.

—No estamos solas.

Nerya lo percibió al mismo tiempo.

—Cazadores —susurró—. Huelen a hierro y a miedo.

Las dos salieron de la cueva y vieron humo al norte. En el horizonte, un grupo de humanos con antorchas y perros se acercaba.

—Nos encontraron —dijo Nerya, con los ojos brillando en tono metálico.

—Podemos correr —propuso Aria.

—No esta vez. Si huimos, nos seguirán hasta el fin del mundo. Hay que enfrentarlos.

Transformarse no era opción. Eran demasiados.

Así que idearon un plan rápido: distracción y sigilo. Nerya atrajo su atención, mientras Aria flanqueaba por el bosque.

Los cazadores dispararon, pero sus movimientos eran torpes entre los árboles.

Aria se movía como una sombra, derribando a dos sin ser vista. Nerya, ágil, desarmó a otro antes de recibir un corte en el hombro.

—¡Nerya! —gritó Aria, lanzándose hacia ella.

Nyra rugió en su interior. Sus ojos se iluminaron con un azul profundo, el mismo color de la luna cuando presagia tormentas.

Un viento fuerte recorrió el bosque, y por un segundo, el fuego de las antorchas se apagó. Los cazadores retrocedieron, confundidos.

—¿Qué… fue eso? —murmuró uno, aterrorizado.

Aria no lo sabía. Solo sintió una energía antigua recorrer su cuerpo, como si algo dentro de ella hubiera despertado.

Aprovecharon la confusión para escapar.

Horas después, se refugiaron en una cueva oculta tras una cascada.

Nerya respiraba con dificultad, la herida sangrando.

—Aguanta —dijo Aria, limpiando la sangre con agua fría—. No voy a dejar que mueras.

—No es tan grave como parece —intentó bromear Nerya—. Aunque debo admitir… eres mejor compañera que los lobos de Ironfang.

Aria sonrió con tristeza.

—No voy a dejar que te pase lo que me pasó a mí. No perderé a otra persona.

Nerya la miró, sorprendida por la sinceridad en sus palabras.

—Tienes un corazón grande, Aria. En este mundo… eso puede ser tu fuerza o tu condena.

Aria se quedó en silencio, observando la herida. Entonces algo brilló en su colgante. La piedra azul comenzó a emitir un leve resplandor que iluminó toda la cueva.

—¿Qué es eso? —preguntó Nerya, entrecerrando los ojos.

—No lo sé. Era de mi madre adoptiva.

—No… —susurró Nerya—. Eso no es un amuleto cualquiera. He visto uno igual, hace años, en las historias sobre los linajes reales.

Aria la miró, desconcertada.

—¿Linajes reales?

—Los antiguos alfas —explicó Nerya—. Aquellos que gobernaban antes de que las manadas se dividieran. Se decía que su descendencia tenía una marca, un poder ligado a la luna misma.

—Eso no tiene sentido… yo no soy nadie.

—Tal vez no lo recuerdes —dijo Nerya con voz baja—. Pero ese amuleto… no pertenece a una loba común.

El silencio cayó entre ambas, roto solo por el rugido lejano del agua.

Aria apretó el colgante con fuerza.

—Sea lo que sea, no quiero ese poder. Solo quiero paz.

—A veces la paz llega después de aceptar quién eres —respondió Nerya con una media sonrisa—. Y créeme, Aria… algo dentro de ti es más antiguo que las manadas mismas.

Esa noche, mientras Nerya dormía, Aria se sentó a la orilla de la cascada.

La luna llena se reflejaba en el agua, y su luz parecía llamar su nombre.

Nyra habló de nuevo, su voz suave.

—Lo sientes también, ¿verdad? Algo nos espera, allá afuera.

—Sí —susurró Aria—. Pero antes… tengo que protegerla.

Miró hacia la cueva, donde Nerya descansaba. Por primera vez desde que dejó Shadowcrest, no se sentía completamente sola.

Tal vez el destino le había arrebatado mucho… pero ahora comenzaba a darle algo nuevo: amistad, propósito, y esperanza.

En otro lugar, muy lejos, Rowan observaba el mapa de las tierras del norte.

—¿Sigue sin haber rastro de ella? —preguntó con el ceño fruncido.

George negó con la cabeza.

—Nada, alfa. Es como si el bosque se la hubiera tragado.

Rowan cerró los puños.

—No dejaré que desaparezca. No así.

Miró hacia la luna, brillante y lejana.

Y sin saberlo, ambos —Rowan y Aria— compartieron el mismo pensamiento, el mismo deseo silencioso:

volver a encontrarse.

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