La tarde caía lenta y pesada sobre la mansión, con ese aire sofocante que parecía arrastrar cada palabra que íbamos a decir hacia un abismo sin retorno. Sabía que la reunión con mi madre no iba a ser fácil. Nunca lo era cuando ella ponía ese tono, ese ademán frío, calculador, con el que presionaba como si fuéramos piezas en su tablero de ajedrez.
—Isabella, hemos hablado del tema un millón de veces —empezó sin rodeos, su voz afilada como un bisturí—. La boda tiene que ser cuanto antes. No podemos permitir más retrasos.
La escuchaba, pero dentro de mí algo se negaba a aceptar esa orden. Quería gritar que no era una mercancía que podía pasar de mano en mano según sus deseos. Pero ella, con esa sonrisa que sabía a amenaza, esperaba sumisión.
—No estoy segura de querer casarme con Roberto —confesé, y sentí que el aire se congelaba entre nosotras.
La reacción fue inmediata. Sus ojos se agrandaron, como si le hubiese dicho que quería renunciar a la familia, a la sangre, a todo. Pero no, sol