El salón olía a poder. A cuero caro, tabaco recién encendido y sudor contenido bajo trajes de diseñador. Todos los capos estaban allí. Los leales, los traicioneros, los indecisos. Todos. Porque cuando la sangre corre, el silencio ya no sirve, y el miedo se vuelve un convocante más fuerte que cualquier invitación.
Mis tacones resonaron como disparos contra el mármol cuando crucé las puertas dobles. No vestí de negro esta vez. Ni de rojo. Me puse blanco. Impecable. Como la calma antes del huracán.
Y lo hice a propósito.
Si iba a gobernar este infierno… lo haría a mi modo.
—¿Esa es ella? —susurró uno de los rusos, lo suficientemente alto como para que yo lo escuchara. Tenía una sonrisa burlona, como si aún creyera que esto era un mal chiste.
—Cállate, Viktor —le gruñó otro—. No has vivido lo suficiente como para entender quién es Isabella Moretti.
Exacto.
Llegué hasta la cabecera de la mesa ovalada. El trono no estaba vacío: lo estaba esperando. Y yo… no tenía la menor intención de recha